Un puñado de hectáreas. Un microcosmos con hilos invisibles y herencias malditas. Un pueblo. Uno cualquiera. Eres un hombre soltero y con 70 años. Pobre hombre, dicen. Un visitante llega a una casa rural. El mar de espigas amarillas mece sus pensamientos agitados y su mirada descansa en el horizonte finito. Sale de paseo y tiene que saludar a todo el mundo. Le gusta esa cercanía, aunque aún no se ha acostumbrado. Dice adiós al anciano que tú eres. Espigas amarillas, que son punzantes para ti. Tuviste que escoger: gente cohibida u homosexuales declarados. No quisiste una vida en los márgenes. Elegiste lo primero. Tu amigo optó por lo segundo. Alguien lo marcó, como se marca al ganado, y no volviste a saber nada de él.

Eso fue hace muchos años. Las cosas ya no funcionan así. Y en el bar: hay mucho maricón, ¿no? Bueno, y cada vez más. Una joven suelta una carcajada y dice cagüendios. Se queja uno de los señores. Desde cuándo hablan así las muchachas. La blasfemia es cosa de hombres, cagüendios. Y ahora eres un niño, atrapado en una nube de tabaco y licores añejos, dentro de ese bar. En la barra, una mosca agita sus patas, a punto de ahogarse en un charco de aguardiente. Un niño, casi adolescente, que entiende poco. Lo suficiente para saber que por aquí sí y por allí no. Besos a las niñas. Por aquí sí. Darle la mano a tu amigo al salir de clase. Por allí no. Llorar poco y no hablar de tus sentimientos. Por aquí sí. Mover mucho las manos cuando hablas. Por allí no.

Va a llegar junio y tus amigos de la ciudad hablan de carrozas, conciertos y desfiles para celebrar el mes del orgullo. Aquí no hay dinero para eso. Sí hay ayuntamientos y balcones para colgar banderas arcoíris. O trapos multicolores, como prefiráis.

Un pueblo pequeño. Uno cualquiera. Eres un hombre de 40 años y solo hablas con los otros cuando te emborrachas. Claro, si ese ya apuntaba maneras, decían. Puedes apuntar maneras para ser muchas cosas: ministro, futbolista, personaje televisivo o maricón. Apuntabas maneras y te lo dijeron. No cruces así las piernas. Bueno, bueno, menudos aspavientos. Y venga veneno. La heteronormatividad se impregnó en tu piel como el líquido amniótico. Has tardado décadas en sacudírtelo antes de volver a nacer. Ya no sientes el calor de la tribu. Estás a la intemperie y buscas una guarida. Quizá estas palabras sirvan de abrigo.

Ahora ya no. Ahora, las cosas han cambiado. Un joven va a la tienda a comprar el pan. Camina de forma distinta. Es un chico amanerado, aseguran. Él lo sabe y se contonea con gracia felina para que las jubiladas tengan algo de qué hablar en el café con pastas. Y hablan. Hablan mucho. Y la abuela le dice que en la ciudad haga lo que quiera, pero en el pueblo hay que comportarse. Para tenerla contenta, se pone el disfraz, va a la verbena e intenta emular a los otros. Todos cantan y bailan. Cada uno con su máscara y él también con la suya. Cuántas risas y abrazos. El esfuerzo hecho para ser normal ha merecido la pena. Ahora ya no. Ahora, las cosas han cambiado.

Un pueblo pequeño y asfixiante. Uno cualquiera. Tienes 20 años y decidiste no ir a la universidad. Cuidas el ganado por las mañanas y eres agricultor por las tardes. Tus padres cuidaron a un familiar, que fue maestro, y heredasteis su biblioteca. Alguna noche, lees a Cernuda o Gil de Biedma. Anda, si esto que tú eres ya lo fueron otros dignamente. Tomas prestadas las palabras de los poetas para entender qué ocurre ahí dentro. Esas palabras te constituyen. No te gustan los trapos de colores. Nunca te han cobijado. Sí te gusta la bandera de tu ciudad, porque no es tal. La seña bermeja son ocho jirones de bandera desgarrada, como diría García Calvo. Pero piensas: va a llegar junio y tus amigos de la ciudad hablan de carrozas, conciertos y desfiles para celebrar el mes del orgullo. Aquí no hay dinero para eso. Sí hay ayuntamientos y balcones para colgar banderas arcoíris. O trapos multicolores, como prefiráis. Redactas un mensaje para intentar convencer a los alcaldes vecinos. Eso es el orgullo rural, ¿no?