Bien pensado, la historia de cada una de nosotros, como la historia de la Humanidad, no es otra cosa que la construcción de un relato, término este cada vez más de moda que ha transcendido de su uso literario para convertirse en la explicación de casi todo lo que nos rodea, desde los conflictos internacionales a nuestro vivir cotidiano, y no solo en lo que el relato tiene de narración de lo ocurrido, sino, sobre todo, en lo que tiene de ficción asumida, lo cual, por otra parte, nos genera un alto grado de seguridad. Y baste de ejemplo, tomado del profesor Yuval Noah Harari, la tranquilidad que da la ficción de que una tarjeta de crédito es dinero.

Evidentemente, cuando el relato está puesto en boca de personajes públicos adquiere una notoriedad que dista mucho de la nimiedad del de cada uno de nosotros, aun cuando seamos más que afectados, porque el relato ni es lineal ni es estable, de manera que lo que vale para justificar el hoy puede justificar mañana lo contrario y aquí dejo que el lector aporte cuantos ejemplos le vengan a la cabeza, que no han de ser pocos. En cualquier caso, tanto para estos personajes como para nosotros mismos, la función del relato no deja de ser la misma: explicar y explicarnos lo que hacemos o lo que hicimos, porque si hay algo común a todos los humanos es intentar estar de acuerdo con nosotros mismos incluso, o muy en especial, con nuestras contradicciones.

Así, las lagunas que el paso del tiempo va dejando respecto a lo que realmente fue las vamos rellenando con un relato que, generado desde la ficción, con el transcurrir del tiempo acaba convirtiéndose en lo que sentimos como nuestra verdadera historia y de la que no nos apearán ni siquiera quienes, habiendo sido testigos de aquella realidad, intenten contradecir nuestra versión. Por eso, al recordar el pasado van emergiendo los hechos vividos tintados de la narrativa con la que los hemos ido enlazando, y hasta adornando, lo que nos acaba permitiendo dormir tranquilos, pues nuestro relato nos deja siempre en buen lugar con lo hecho, lo dicho, lo callado e incluso con nuestra más clamorosa inacción, y ello nos da la tranquilidad de sentirnos reconocidos en nosotros mismos; nuestro relato nos justifica y avala.

El relato cumple casi una función terapéutica. Nos sitúa en el presente reconciliados con el pasado, que no es poca cosa, pero también nos permite proyectarnos hacia el futuro en la medida en que nos contamos lo que queremos hacer

De esta manera, la construcción de nuestro relato vital hacia el pasado tiene la virtud de ponernos en paz con nuestro presente. Lo que fue ya no es tal y como históricamente ocurrió, sino como nosotros lo percibimos tras incorporar una narrativa, con lo que nos sentimos eximidos de errores y, por supuesto, de disculpas, no ya hacia otros, sino hacia nosotros. Por eso, de poco de lo pasado nos arrepentimos, de poco sentimos que tuviésemos responsabilidad (que siempre está para eso el otro, el destino, la mala fortuna, o los dioses), o, en última instancia, poco hay que no resolvamos con un hice lo que en ese momento podía hacer, aun cuando, en justicia, no hicimos nada, pero nuestro relato de lo vivido da para tanto como hasta para creer que contemplar el paso del tiempo era una manera de estar viviéndolo, pues, en definitiva, no es justicia lo que necesitamos al revisar el pasado, sino sosiego y que al mirarnos en el espejo cada mañana no nos veamos como unos extraños.

Visto así, el relato cumple casi una función terapéutica. Nos sitúa en el presente reconciliados con el pasado, que no es poca cosa, pero también nos permite proyectarnos hacia el futuro en la medida en que nos contamos lo que queremos hacer, los deseos, las esperanzas y todo ello matizado de esa ilusión que da la ficción narrativa. Buena prueba de esto la estamos teniendo en estos largos meses de pandemia en los que hemos incrementado nuestro relato hacia el futuro traducido en los lugares que visitaremos, con quién y cómo nos relacionaremos, qué es lo que ya no estamos dispuestos a aceptar y por qué vamos a luchar; en definitiva, qué queremos ser.

Esta narrativa hacia adelante nos llena de esperanza, de ilusión, de ganas de vivir, porque es una narrativa con final feliz, como los cuentos de la infancia. El viaje soñado con la persona soñada en el lugar soñado no puede acabar en una levantera, término con el que los tarifeños aluden al viento de Levante, y no solo por la climatología. Esto es así, ya que, de la misma manera que la construcción de nuestro relato justifica nuestro pasado, en el presente es el relato el que nos da la fuerza y la esperanza que necesitamos para sacudirnos la rutina de la cotidianeidad, tan poco heroica mientras la estamos lidiando en su día a día, hasta que con el paso del tiempo la tamicemos con un relato que cubra los desajustes entre lo que habíamos pensado y lo que finalmente ocurrió.

No sería mala idea, después de la experiencia narrativa que van dando los años, que mientras hacemos el camino procurásemos que cada día fuese como nuestro relato antes de que, en cualquier recodo, nos sorprenda la muerte, única que no tiene ficción posible.