Con esto de la pandemia interminable, una nueva ola o la virulenta variante de por ejemplo Tarifa, llevo cinco meses sin dar un palo al agua. Desde diciembre, que se dice pronto. Ventajas de conocer a mi prójimo como a mí misma. La carne es débil, la fatiga pandémica, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, los españoles es que somos muy de socializar y poco de cumplir con la ley, bla, bla, bla y toda esa pesca.

No soy muy fan de Milton Friedman ni de la escuela de Chicago, pero el año pasado hice cuentas y formulé algunas previsibles previsiones microeconómicas. Cordero arriba, cordero abajo, más menos dos, y no me llevo ninguna. Así que al final, me decidí por imponerles a mis ovejas el celibato obligatorio. Nada de andar al carnero.

No he vendido corderos por debajo de su calidad y de su valor real. Tampoco he ganado ni un duro, cierto. No he despilfarrado pienso en alimentarlas muy bien en fase de crianza. No he enriquecido a nadie con la fuerza de mi trabajo infravalorado. Y lo que es más importante, como dije más arriba, llevo cinco meses de dolce far niente.

No valoramos el planeta Tierra porque no nos valoramos a nosotros mismos. Y por eso acumulamos, cual urracas acaparadoras, un sinnúmero de innecesarios objetos materiales que desechar al segundo

Por las mañanas salen a pastorear hierba al prado, de vuelta en casa tienen paja a libre disposición en los pesebres y por las tardes echan otro rato en alguna alfalfa. No, en mi humilde opinión, pasar las horas muertas al sol, aprovechando para leer por encima de mis posibilidades en el campo, mientras las ovejas llenan la barriga, no se puede considerar un duro trabajo. El hecho es que como ahora ando sobrada de fuerzas y energías, el otro día me dispuse a hacer limpieza de armario. Sacar la ropa de verano, guardar la de abrigo y dejarlo todo bien ordenado y recogido. No dejes para la paridera de mayo, lo que puedas hacer hoy.

¿Para qué haría nada? Porque descubrí que aparte de unos cuantos vestidos, faldas y pantalones, lo normal, tengo casi cien prendas con las que cubrir el torso. Entre niquis, blusas, camisas, sudaderas, rebecas y jerseys, sin contar cazadoras, mi sagrada chupa heavy de cuero y zamarras, cerca de cien. Y poseo un solo cuerpo.

Soy una urraca acaparadora de infinitos objetos materiales innecesarios.

También de cientos y cientos de libros y CDs de música. Pero eso duele menos, porque forma parte del patrimonio inmaterial de la Humanidad. No lo digo yo, lo dice la Unesco, la organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Además, dado que por lo que parece, soy el último mohicano metalero de mi tribu, no descarto enterrarme con mi ingente acumulación de bienes sapienciales cual faraón egipcio. Ya no puedo morir joven ni dejar un bonito cadáver, pero al menos, de este modo me aseguro de que mi tumba sea la más bonita que recuperen los intrépidos arqueólogos y antropólogos del futuro.

Libertad sólo para consumir, aparte, ¿cuándo empezamos a perder la cabeza y nos auto confinamos en la habitación acolchada de un insano consumismo? ¿En qué momento cambiamos el humano vacío existencial por un pozo sin fondo que rellenar con compras en Zara, Apple, Amazon, Lidl y el bazar chino de debajo de casa?

La literatura universal está llena de ejemplos de avaros codiciosos y con anhelos de morir sobre un colchón rellenado de billetes y la cuenta del banco a reventar. Y lo que dice la literatura universal va a misa. De ahí hemos pasado a una legión de fieles adoradores del gran becerro de oro, verbigracia de este psicótico liberalismo económico, que arden en deseos de vivir dentro de una bañera llena de monedas, como el tío Gilito.

No valoramos el planeta Tierra porque no nos valoramos a nosotros mismos. Y por eso acumulamos, cual urracas acaparadoras, un sinnúmero de innecesarios objetos materiales que desechar al segundo, y con el que seguir contaminando nuestra hermosa casa común, Papa Francisco, dixit.

Consumismo o muerte. Perderemos.