En los últimos días la estadística nos ha proporcionado un curioso tema de conversación. Al parecer, las mujeres no nos sentimos atraídas por los hombres que cometen faltas de ortografía. Concretamente, el estudio realizado entre usuarios de Tinder afirma que el 82% de las mujeres descarta a un candidato aplicando ese criterio frente a un 42% de hombres. Me sorprende, aunque en cierto modo me agrada. Los bares y locales nocturnos, antes vertederos de amor, han cedido su protagonismo a las aplicaciones y me gusta pensar en la idea de que el lenguaje nos pone guapos para el ligoteo digital, al menos a ellos. Los hombres siguen priorizando otros factores a la hora de ligar. Distintos escenarios, costumbres ancestrales.

Vivimos malos momentos para la cercanía y el roce, pese a las insensatas celebraciones del fin del estado de alarma. Siguen siendo malos. Los que somos respetuosos con las normas y la lógica hemos visto reducidos prácticamente a la nada nuestros contactos sociales con conocidos y ya no digamos con los que ni lo son. Nuestra vida va abriéndose poco a poco, hemos pasado del confinamiento absoluto a ir al trabajo y a salidas que resultan casi monacales. Sin embargo, no olvidemos que, cuando la música dejó de sonar aquel día, a algunos les pilló sin silla donde poder sentarse. Afortunadamente, siempre quedará la opción de conocer nuevas caras esquivando faltas de ortografía ajenas.

España es el país europeo de mayor consumo de telefonía móvil y cruzarnos por la calle con monologuistas itinerantes ha dejado de sorprendernos en un mundo interconectado. En una veloz transformación, nos hemos habituado a gestos propios de las películas de ciencia ficción que veía de pequeña en las que la conectividad y la domótica formaban parte de paisajes futuristas.

En el ámbito personal, las nuevas formas han cambiado también la manera que tenemos de relacionarnos. El hecho de ir pegados a nuestros móviles nos ha otorgado el don de la inmediata conectividad, siempre accesibles. Los que pertenecemos a la generación del baby boom nos adentramos en nuestras primeras relaciones con el pudor de dar nuestro teléfono, fijo, y que nuestros padres acabaran interrogándonos por cualquier chico que se atreviera a llamar. Todos ellos pasaban a ser compañeros de clase, lo fueran o no, para intentar eludir un control parental que nos mediatizó durante mucho tiempo. En mi caso, quizás fomentó mi capacidad de invención, muy práctica en la elaboración de coartadas, propias y ajenas.

Con los años descubrimos los móviles, básicos todavía, y con ellos el fenómeno de la confidencialidad que nos da el que nuestro teléfono lo sea en exclusividad, a cualquier edad. Perdimos la posibilidad de no estar, de dilatar la respuesta. Las charlas privadas se infiltraron en todos los rincones, desde los laborales a los más íntimos. Apareció en nuestras vidas la inmediatez de la respuesta y, con ella, se agudizó la inquietud de la espera, donde los minutos devienen eternos. Recuerdo que por aquel entonces leí que nuestro país estaba a la cabeza en el uso de telefonía móvil durante la madrugada. Por primera vez, podíamos compartir ilusiones o frustraciones nocturnas de todo calibre casi a tiempo real. Descubrimos un nuevo género en despedidas e incluso rupturas en formato SMS. Frases manidas inscritas en el gran libro, escritas con abreviaturas y torpezas, incluso con desgana. Actualmente somos ya expertos en esa materia dentro del mundo de las aplicaciones de citas.

Este escenario que nos ha tocado en suerte nos ha impedido salir de bares, que nuestra cuñada nos presente a su compañero de trabajo o que un desconocido nos regale flores, como en aquella campaña publicitaria. Aun cuando teníamos esas opciones, ya nos adentrábamos en las turbulentas aguas de las relaciones a través de aplicaciones variadas y en los bares la gente se miraba menos para seguir las novedades del móvil, pero ahora, sobre todo para ciertas franjas de edad, las aplicaciones se han visto catapultadas con cierto matiz de esperanza suicida. O de esperanza de supervivencia, quién sabe.

Lo que en un inicio parecía reservado a los más atrevidos ha pasado a formar parte de nuestra vida ordinaria. Actualmente las webs o aplicaciones de citas cubren necesidades de todo color, desde el simple deseo de ligar a la búsqueda de la pareja definitiva y se va perdiendo la vergüenza de confesarlo en público, incluso en familia. Hace poco mi vecino me mostraba orgulloso su nuevo tatuaje: el nombre bajo el que conoció en Tinder a la que hoy es su mujer.

A veces me asalta la idea de que la gente que se cruza en la calle quizás se conozca sin saberlo. Puede ser que la rubia de rojo haya visto en la foto de perfil ese tatuaje que el calvo mazado de la esquina oculta bajo el traje

Una vez solventadas las comprensibles inquietudes del inicio, empezamos a analizar. A jugar. Los perfiles, propios y ajenos, son todo un ejercicio de declaración de principios y, por qué no decirlo, de intuición. Comenzamos, prudentes, añadiendo a las fotos de los perfiles todos los defectos que seguro se han escondido para resultar más atrayentes y acabamos escudriñando esa frase que pretende ser cariñosa, pero que se convierte en cursi, o a preguntarnos qué habremos hecho para recibir esa canción ratonera como presente mañanero.

Resulta no solo interesante, sino reparador, la posibilidad de conocer gente en el contexto que uno desee, con unas premisas establecidas, con un primer encuentro programado. Sin esos amigos que nos podrían haber presentado y que, necesariamente, tendrían una opinión sobre la relación. Sin ese bar en el que nos conocimos y que me recordará siempre a ti después de aquella noche. Todo se modifica para cada ocasión, dependiendo de nuestra intención, de nuestra implicación. Podemos optar por la sinceridad o por el misterio (la mentira siempre es muy fea), por la seriedad o la locura, por el relato o por el sexo. Cada día tiene su afán. Cada perfil, sus posibilidades.

Y así, conoceremos a alguien que será apasionado sin siquiera saberlo hasta ahora. Alguien detallista al máximo cuando resulta que sus parejas le consideraron siempre un aburrido. O toparemos con un tímido que nunca lo fue. Una especie de reseteado continuo. Las situaciones reales a las que te enfrenta esta forma de conocer personas nos introducen en la vida del otro cual cata de melón, una sección en un momento, en una escena de la película ya empezada, que no siempre responde al plano completo. Sacamos los sentimientos al aire de forma directa y en tiempo récord, porque todos lo queremos dejar claro, y por el camino emborronamos páginas que, eso sí, sirven para conocerse a uno mismo mejor que yendo al terapeuta. Autoafirmación al poder.

A veces me asalta la idea de que la gente que se cruza en la calle quizás se conozca sin saberlo. Puede ser que la rubia de rojo haya visto en la foto de perfil ese tatuaje que el calvo mazado de la esquina oculta bajo el traje. Puede ser que aquella morena esté desperdiciando sus energías con el tipo delgado y elegante que, en realidad, preferiría que le pusiera ojitos el calvo mazado. Puede ser que ninguno llegue a reconocer a cualquiera de los numerosos rostros sonrientes y conquistadores que descartó moviendo el dedo hacia la izquierda cuando se lo cruce con mascarilla. La ciudad parece esconder líneas de conexión invisibles entre los que la habitamos, ocultas en ese otro universo, como las tuberías y las bajantes, los cables eléctricos y las conducciones de gas de nuestros hogares. Relaciones que, si pudieran emerger, nos dejarían entrever la verdadera estructura profunda de nuestra sociedad, con sus necesidades de amor y sus excesos, sus aciertos y sus faltas.