Hubo una época en la que gran parte de las casas se encontraban en mal estado. En parte porque eran muy viejas, y en parte, también, porque el salario no daba para hacerles un mínimo apaño. De manera que no resultaba inusual que aparecieran grietas en las paredes y desconchones en los techos. Muy de tarde en tarde una capa de pintura, con un previo tapado de aquellas marcas, realizado de cualquier manera, intentaba disimular las cicatrices. De manera que lo que antes habían sido grietas, pasaban a ser abocardadas costuras que iban de arriba abajo y de derecha a izquierda como las señales que dejan las heridas. Y era comprensible que fuera así, porque lo primero siempre ha sido lo primero, y aunque a todo el mundo le gustara tener aseada su casa - ya que nunca se estará mejor que en la de cada uno - lo cierto es que la cosa no daba para más. Al igual que las heridas se curaban con lo que se tenía más a mano, bien fuera alcohol o agua oxigenada, lo mismo sucedía con las viviendas, pues con unos cuantos brochazos se solucionaba. Mientras tanto, entre grieta y grieta, ocupando un espacio próximo a los desconchones, los cables de la luz se paseaban por el alto de las paredes bordeando el techo de manera visible, lo que hacía fácil detectar cualquier anomalía, incluida la fuga de electrones.

Así que un día de esos, o para ser más preciso, una noche en la que el sueño no ayudaba a trasladarse a otra dimensión, me estuve entreteniendo en observar las irregularidades del cuarto donde dormía, con la intención de interpretarlas. Aquella mañana me había tocado la china en el Instituto, al haber sido llamado a contestar las preguntas de un sinuoso canónigo de la Catedral que impartía la siempre temerosa clase de Religión. Aun resonaban en mis oídos las advertencias sobre el peligro de caer en pecado, y su consiguiente castigo. En los “casos” que nos planteaba aquel clérigo (así eran llamados por el poco simpatizante de la bonhomía) había que encontrar los pecados en los que, supuestamente, habían incurrido los personajes que “el caso” describía. En aquella ocasión le había tocado la china a una doncella, de nombre Ludivina.

Era aquella una época en la que los chavales nos pasábamos el verano haciendo planes para septiembre, porque no en vano era cuando te volvías a encontrar con los compañeros del Instituto. Pero aquella noche no llegué, a pensar un solo minuto en ello

La citada mocita, haciendo caso omiso de los consejos de sus padres, había regresado a su casa, por un sendero distinto al que le habían indicado. Consecuencia de ello, fue que resultó asaltada por un energúmeno con consecuencia de violación. Así que ahí me tenían ustedes dándole vueltas a los pecados que, al parecer, había cometido Ludivina: que si desobediencia a sus padres, que si corrió riesgos innecesarios, que si había pecado de soberbia al no haber sido más previsora y recatada. Todos esos y algunos pecados más, de similar estilo, me iban saliendo, uno a uno, como sacados con gancho, pues, al igual que a otros muchos compañeros de curso, pensaba que, en realidad, el único que había pecado era el violador. Pero, como el resto de la clase, no me atreví a exteriorizarlo, porque tal respuesta no iba a contribuir a obtener una nota que se acercara al aprobado, calificación muy difícil de obtener en aquella asignatura.

De manera que aquella noche de infausto recuerdo, cada vez que dirigía la mirada al techo, creía ver en los desconchones de pintura (producidos por mor de las humedades) un tétrico cielo con pocas luces y muchas sombras, que podría haber sido, precisamente, el del bosque que atravesó la desdichada Ludivina. Y cada una de las grietas que se deslizaban pared arriba, me sugerían los caminos que podía haber tomado la moza, en detrimento del que había elegido.

Era aquella una época en la que los chavales nos pasábamos el verano haciendo planes para septiembre, porque no en vano era cuando te volvías a encontrar con los compañeros del Instituto. Pero aquella noche no llegué, a pensar un solo minuto en ello. De hecho, hasta que no se colaron los primeros rayos de sol por entre los visillos del balcón, no fui capaz de respirar tranquilo.

Quiso la suerte que años más tarde, cuando tuve acceso a vivir en una vivienda sin tantos desperfectos, acerté a conocer a un amigo argentino que se llevaba las manos a la cabeza cada vez que le contaba por donde discurrían aquellas absurdas y temidas clases de Religión. Aquellos cambios de impresiones que mantuvimos durante un tiempo consiguieron tranquilizarme bastante, ya que el susodicho había ejercido el sacerdocio en tierras pamperas, y me aseguraba que por allí no se ejercía su vocación de tan desacertada manera. Eso ocurrió en unos años, en los que a diferencia de los de la adolescencia, ya no pasaba el verano haciendo planes para septiembre, sino, más bien, me pasaba el resto del año haciendo planes para el verano.

Ha seguido transcurriendo el tiempo, y ahora, con la coña ésta del virus, no he sido capaz de hacer ningún plan. Ni he pensado en ningún septiembre, ni tampoco en ningún verano. ¿Para qué? si nadie conoce a ciencia cierta el futuro que puede estar esperándonos. Para más inri, el hecho de vivir bajo un techo inmáculo, libre de desconchones, no ayuda a imaginarse cosas. O a adivinar algo de tu personalidad, como antes, cuando aquellas figuras abstractas que formaban los desconchones, a poco que te lo propusieras, te recordaban las imágenes de tinta del test de Rorschach, del que hacían mucho uso los psicólogos, cuando se empeñaban en conocer tu personalidad.

Pues eso, que ahora, a falta de otra cosa, me entretengo elucubrando con paradojas. Sin ir más lejos, esta semana le he estado dando vueltas a la de la “negación de Hempel”, que te lleva a la conclusión de que “como la manzana verde no es negra, entonces no puede ser un cuervo”. Para qué más.