Todos tenemos un día en que sería más fácil decir “no puedo más, y aquí me quedo”. Pero recuerdas las siguientes “palabras para Julia” que el poeta José Agustín Goytisolo dedicó a su hija, que cantó Paco Ibáñez, y que son para todas las hijas del mundo: “Tú no puedes volver atrás, porque la vida ya te empuja como un aullido interminable”.

Entonces recuerdas a todos los poetas que te han forjado por dentro de palabras, que son pensamientos y sentimientos, y que buscamos para defender la alegría como una trinchera y defenderla “como un principio”, “como una bandera”, “como un derecho” (Mario Benedetti). Lo hacemos junto a los compañeros porque somos las personas que no sabemos rendirnos y un día decidimos que era mejor morir de pie que vivir de rodillas, como dijeron -sin saber quién lo pensó antes porque cuando las ideas son compartidas se hacen universales- el revolucionario Emiliano Zapata, Dolores Ibárruri la Pasionaria o el Che Guevara. Como hicieron tantos amigos conocidos y tantas personas que anónimamente defendieron con su vida la alegría: la defendieron “de los neutrales y de los neutrones” como un principio; la defendieron “de los ingenuos y de los canallas” como una bandera; la defendimos “de dios y del invierno, de las mayúsculas y de la muerte” como un derecho.

Y seguimos diciendo a nuestras hijas: “La vida es bella, tú verás como a pesar de los pesares tendrás amor, tendrás amigos”. “Tu destino está en los demás, tu futuro es tu propia vida, tu dignidad es la de todos”.

Entonces descubres que tus hijas forman parte de los portadores de sueños, como los del poema de Gioconda Belli, porque “los siglos y la vida que siempre se renuevan engendraron también una generación de amadores y soñadores, hombres y mujeres que no soñaron con la destrucción del mundo, sino con la construcción del mundo de las mariposas y los ruiseñores”. Y ves a tus hijas construyendo con ellos hermosos mundos “de hermanos, de hombres y mujeres que se llamaban compañeros”, que “se curaban y cuidaban entre ellos, se querían, se ayudaban en el arte de querer y en la defensa de la felicidad”. Defendiendo la alegría como un destino: “Defenderla del fuego y de los bomberos, de los suicidas y de los homicidas, de la obligación de estar alegres”.

Necesitábamos fuerza para cantarle la canción con la que se dormía, con la que soñaba, con la que confiaba en un mundo mejor que estaba en sus manos, en su trabajo, en su ayuda, en su eterna sonrisa.

Y cuando vas a seguir diciendo a tus hijas: “No sé decirte nada más, pero tú debes comprender, que yo aún estoy en el camino”. De repente un día te encuentras teniendo que defender la alegría como una trinchera, “defendiéndola de la miseria y de los miserables, de las ausencias transitorias y las definitivas”.

Entonces reniegas de la palabra “definitiva” para definir la ausencia de tu hija, y defiendes la alegría desde las trincheras de la tristeza con la que desde hace siete años te saluda un nuevo día: “Buenos días tristeza. Inscrita estás en las rayas del techo”. (Paul Eluard).

Entonces encuentras las palabras de ese día en que defendías la alegría desde la trinchera de la tristeza, que son conceptos y que son sentimientos, y que son sobre todo lágrimas. Están mal escritas en un papel arrugado que guardaste en una pequeña caja de recuerdos, y con ellas pedías desde la dignidad que “se ha quedado esperando a que vuelvas”, a la familia, los amigos y los compañeros “que la recordéis para que no muera del todo”. Y os decía que “hagáis fuerza como hacía ella de pequeña cuando quería alguna cosa con toda su alma, porque somos muchos”. Y porque necesitábamos fuerza para cantarle la canción con la que se dormía, con la que soñaba, con la que confiaba en un mundo mejor que estaba en sus manos, en su trabajo, en su ayuda, en su eterna sonrisa.

Entonces suena la canción escrita en el papel arrugado: “Si se calla el cantor mueren de espanto las palabras, la luz y la alegría”.

Se ha quedado dormida. Y vuelven las palabras como lágrimas, como pensamientos, como sentimientos a oírse en el recuerdo: “hay días que nunca hubiera querido ser el coordinador de Izquierda Unida”; “dime que no Laura, que es mentira, que no es Violeta”; “tus risas inquietas, constantes, vitales, alegres, traviesas”. Y suena en el silencio: “Si se calla el cantor, calla la vida”.

Y le dices a tus hijas: “Pero tú siempre acuérdate de lo que un día yo escribí, pensando en ti, como ahora pienso”.

Entonces recuerdas a todos los que se fueron y te dejaron llena de palabras y de recuerdos, que son sentimientos, pensamientos y lágrimas. Que también son consuelo: “Pero escucho tu voz del recuerdo juvenil para siempre, que me dice que nunca se pierde lo que suena en el aire.Y que allá tras la última estrella hay un río y un bosque de Valorio, y tú estás a mi lado y cantando conmigo”. (Agustín García Calvo).

Y tarareo “que no calle el cantor porque el silencio cobarde apaga la maldad que oprime”, mientras recojo el papel arrugado de un día que tuvimos que defender la alegría como una trinchera de palabras, y lo guardo en una caja de pequeños recuerdos.

Entonces vuelvo a colocar encima de la caja dos baberos y unos pañales de una nueva y pequeña “ilusa, romántica y soñadora de utopías”. Una persona más de quienes fueron engendradas para seguir portando nuestros sueños y nuestra “poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día”. (Gabriel Celaya).

Y en la ciudad del alma “que nos alienta y nos acusa” (Claudio Rodríguez), se une un día al club de los poetas que no mueren porque no muere su recuerdo, el paisano Jesús Hilario Tundidor diciendo: “Aquí, tranquilamente, voy a decirte una palabra, la última palabra donde quedó tu corazón antiguo.”

Y te digo: mi niña, mi chiquitina, mi quitina ¡hija mía! “¿Quién hizo el miedo por las calles?” Defendamos la alegría como una certeza.