En términos de la lengua, este año largo y trágico de pandemia nos ha dejado una amplia gama de nuevos términos, expresiones, o popularización de otros que no estaban en el día a día, y todo ello gracias a la verborrea de unos y de otros y, desde luego, a la difusión que de la misma dan los medios de comunicación. Desde tecnicismos como PCR, EPI, test de antígenos, hasta préstamos como decalaje, pasando por adjetivos de los que no teníamos conciencia, como perimetral, y neologismos como desescalar.

Sin embargo, quizás el término que se ha difundido más es el de expertos. Continuamente los políticos, y con ellos los medios de comunicación, hablan de que los expertos han dicho, los expertos recomiendan, seguimos las directrices de los expertos y un largo etcétera.

Ser experto de cualquier materia ya me parece harto difícil, pero serlo de un virus recién aparecido me parece estar sobrepasando esa calificación para entrar de lleno en la de eminencia, más si pensamos en la cantidad de expertos que sobre la COVID 19 han surgido. Tenemos expertos en la OMS, en la EMA, en cada uno de los países, en cada una de las regiones de muchos países, entre ellos el nuestro, y a este paso vamos a tener expertos en este coronavirus en los ayuntamientos, si es que no los hay ya. Lo que me recuerda a esas gentes que, siendo tratadas por un médico o intervenidas por un cirujano, dicen que es una eminencia y uno piensa, si me quedo solo en el ámbito nacional, qué suerte tenemos de tener tantas y tantas eminencias en el mismo campo diseminadas por todas nuestras ciudades y pueblos. Pues lo mismo me pasa con los expertos, que muchos me parecen.

Aceptemos en todo caso la fortuna de tener tantos expertos, y de tan variada procedencia, en este virus y aceptemos también, como no puede ser de otra forma, que no en todo han de estar de acuerdo, máxime cuando su especialidad es virológica y novedosa. Ahora bien, la constante alusión a los expertos y la difusión de sus opiniones tiene dos consecuencias que, cuanto menos, me preocupan.

Por un lado, el que la opinión pública esté al cabo de la calle de cuanto dicen los unos y los otros. Yo no sé en otros países, aunque me malicio que con esto de la globalización en todos los sitios cuecen habas, pero en España con medio titular cualquier ciudadano levanta una teoría y, por supuesto, la lanza a las redes, de manera que de la noche a la mañana tenemos a media población opinando sobre vacunas, que si la una o la otra, que si a mí no me van a poner esta o aquella, que si el porcentaje de trombos es tal o cual, o que conviene comer determinado cereal unos días antes de la vacunación, como decía una señora que viajó conmigo en el tren de vuelta de la vacuna. Vamos, que de la opinión de los expertos pasamos a que todos somos expertos, aunque seamos incapaces de leer, que no digo ya entender, el prospecto del paracetamol. Pero de las propiedades de la AstraZeneca, Moderna, o Janssen parece que nos sabemos hasta los principios básicos, aunque eso del ARN mensajero mucho me temo que para más de uno de los expertos ciudadanos les parezca una empresa de reparto de comida a domicilio. Y en este contexto se insertan los negacionistas y, por supuesto, la difusión de sus opiniones, opiniones que yo no acabo de entender, claro, yo no soy experto, pero la verdad es que ignoro si lo que niegan es la manera de combatir esta pandemia, o la pandemia en sí misma, que es lo que me temo, que por ahí ha aparecido recientemente un personaje conocido, aunque más bien parecía un personajillo de títere, a bombo y platillo negando la mayor, lo que me hace pensar que entonces la gente se está muriendo de un catarro mal curado y eso pese a tanto experto.

Esto no sería tan grave si no fuese porque en medio de tanta supuesta información acaba surgiendo la desinformación y con ella la confusión, el miedo y más tragedia a la tragedia

Esto no sería tan grave si no fuese porque en medio de tanta supuesta información acaba surgiendo la desinformación y con ella la confusión, el miedo y más tragedia a la tragedia. Por otro lado, los expertos han aparecido ligados a otro término popularizado en estos tiempos: gobernanza. De repente, como con la aparición de la COVID -19, nos hemos encontrado con que los expertos virólogos eran quienes dictaban las pautas para la gobernanza. La verdad es que uno se sintió con cierta tranquilidad, ya que por primera vez los políticos se bajaban de su pedestal divino y cedían paso a quienes sabían cómo atajar la pandemia al tiempo que, por efecto de la nueva normalidad, dejarían sus luchas palaciegas para centrarse en lo esencial, salvar vidas. Craso error el mío, fruto, sin duda, de la carencia de la cualidad de experto. Porque lo que ha ocurrido ha sido una exhibición de desvergüenza amparada en los expertos. Cuando lo que interesa a los políticos en un momento concreto, que esas es otra, la nueva política sigue siendo tan inmediata como la más rancia, coincide con lo que dicen los expertos, pues ahí están diciendo que los expertos aconsejan, que según los expertos, que debemos atender las recomendaciones de los expertos. En estos casos, el ciudadano se siente protegido y ve bonhomía en sus gobernantes, que anteponen sus ideas e ideologías a la salvación de sus gobernados, aunque los más maliciosos de los ciudadanos piensen que si los expertos son quienes dictan la gobernanza para qué coño hacen falta gobernantes, o por lo menos tantos, pero son solo los maliciosos.

El problema es que este espejismo de tranquilidad dura poco, porque a veces en pocas horas las declaraciones o decisiones de quienes gobiernan obvian los consejos de esos mismos expertos tan cacareados y mientras estos dicen que convendría hacer una cosa los gobernantes hacen exactamente la contraria. Y en los ciudadanos, antes temerosamente protegidos, aparece el desconcierto, cuando no la desconfianza, y de nuevo el miedo y más tragedia a la tragedia.

Y contra el miedo los expertos poco pueden hacer, que, como reza el dicho, es libre y cada uno coge lo que quiere. Claro que, también podemos hacernos expertos nosotros para no sentirnos menos.