En 1944, treinta años antes de verse laureadas sus aportaciones con el Premio Nobel de Economía, Friedrich Hayek publicó su célebre obra Camino de servidumbre. En su libro, el economista austríaco hacía sonar las alarmas del intelecto acerca de cómo los colectivismos (socialismo, totalitarismo) terminaban por trazar siempre una senda irrevocablemente brutal para las libertades de los ciudadanos de aquellos países que habían acogido el intervencionismo estatal desmedido como forma de gobierno. Para ello, tomó Hayek en su exposición la Unión Soviética y la Alemania Nazi como paradigmas de esos países que habían emprendido el andar sin retorno por los vericuetos arriesgados de la servidumbre.

En estos días en que el circo de la política nacional ha mostrado para divertimento del pueblo lo mejor de las histriónicas capacidades de sus bufones ante la proximidad de las elecciones a la Comunidad de Madrid, a mi cabeza vino a aflorar el recuerdo del capítulo de la mentada obra de Hayek en que argumenta éste por qué los peores son los que acaban conquistando el poder político. Lo que hemos presenciado en estos días, admitámoslo, no es sino la constatación abochornada de una realidad que muchos ya veníamos adivinando desde hacía tiempo: que la clase política desconoce cualquier pudor y consideración hacia los individuos, nosotros los ciudadanos, de cuyo patrimonio afanan el dinero que financia sus campañas y constituye la cuantía de sus sueldos.

Cobra sentido hoy más que nunca la articulación de un Estado más mermado, menos intervencionista y menos confortable para el aposento de estos sujetos con traje que persiguen sus propios intereses de poder

Por un lado, el debate televisado de los candidatos no pudo admitir mayor estima que la que pudiéramos ciertamente achacar a cualquier reyerta tumultuaria en la salida de una discoteca. El grueso de la retransmisión versó sobre la antología de archiconocidos reproches e improperios que unos y otros representantes políticos acostumbran a arrojarse, sin cederle más que el mínimo espacio al esclarecimiento de las medidas concretas que pretenden desarrollar una vez conquistado el poder. A los ciudadanos, y en especial a los de la Comunidad de Madrid en estos momentos, lo que les interesa, o lo que debería interesarles, es la definición exacta de cómo su vida va a verse alterada, para mejor o para peor, por la concurrencia de uno u otro color en el mando la dirección política, y no la manifestación de la consideración que un candidato pueda tener a título personal sobre otro. Ni siquiera habría de preocuparnos en exceso las críticas de unos hacia las gestiones políticas pasadas de los otros. Importa el futuro, lo que viene, y en qué sentido unos señores trajeados nos permitirán vivir nuestras existencias con las mínimas injerencias posibles en lo sucesivo.

Por otra banda, de bochorno mayúsculo podemos calificar también la reciente escena que ha contado con Pablo Iglesias y Rocío Monasterio como protagonistas en el debate de la SER. La causa, la sustracción de la representante de VOX a la condena de unas amenazas que aparentemente habría recibido el candidato de Unidas Podemos en forma de balas ensobradas que misteriosamente escaparon de la detección de los escáneres empleados por Correos. El resultado, Iglesias abandonando con ademanes afectados el plató de la radio frente al consuelo fracasado de la moderadora, mientras Monasterio no deponía por un instante su batería de ataques verbales hacia el presuntamente agraviado. En definitiva, circo y absoluta falta de respeto y profesionalidad por parte de todos ellos hacia nosotros.

La política, seamos claros y librémonos de idealismos, no constituye sino la carrera por la consecución del poder de individuos de carne y hueso a los que románticamente solemos atribuir la capacidad casi divina de interpretar el interés general. El interés general no existe, existen los intereses particulares de cada uno de los cuarenta y siete millones de españoles, como tampoco puede darse en política el advenimiento de una nueva clase de tecnócratas que preconice inquebrantablemente la defensa de sus valores por encima de todo lo demás. Por la sencilla razón de que esos políticos idealistas serán siempre barridos por aquellos otros que carezcan de escrúpulos y no tengan reparos a la hora de prostituir los ideales blandidos para encontrar insospechadas alianzas que les permitan atornillarse al poder. En política, los peores son los que acaban ganando. Por esto precisamente es por lo que cobra sentido hoy más que nunca la articulación de un Estado más mermado, menos intervencionista y, en definitiva, menos confortable para el aposento de estos sujetos con traje que en último término persiguen sus propios intereses de poder para quebranto de nuestra tranquilidad y nuestro patrimonio.

La política actual se ha revelado como azuzadora de violencias y recelos, promotora de espectáculos de piedra y bala y enferma congénita de una ceguera que imposibilita la contemplación del bienestar de la gente. En relación con la reciente conmemoración del Día Internacional del Libro, recuerdo también ahora cómo la llegada de lo político supuso el inicio del fin del paraíso terrenal que en su origen fue el Macondo de Cien años de soledad de García Márquez...