Tengo la sensación de que, según pasan los años, estoy más cerca de los inicios. Debido a mi profesión, vivo muy cerca – a veces demasiado – de la adolescencia. Yo envejezco, pero ellos tienen siempre la misma edad. A nadie se le escapa lo complejos y turbulentos que resultan esos años, donde no hay nada claro y la leyenda se convierte en ley. Los absolutos. El bien y el mal, el odio y el amor, la lealtad y la traición. En ese escenario me muevo día a día y cada vez más me invade la sensación de que, en el fondo, cambiamos muy poco con los años.

Siempre he vivido como una tara personal el hecho de no olvidar apenas ninguno de esos bretes en los que me vi, como todos, sin libro de instrucciones. Aquellos momentos en los que actué, pensando que no era tan importante mi decisión, y lo era. Cuando creí que, por temprano, aquello no podía marcar tanto, pero lo hizo. Aplicando lo que creía que eran bocetos inacabados de mis principios, y no eran bocetos sino estatutos. Entonces, como ahora, pensaba que en algún momento inesperado se abriría la dichosa cajita de saberes que volviera todo un poquito más fácil. Pasan los años y creo que lo único que traen consigo es la posibilidad de mirar atrás y recopilar fotos, cromos de lo que nos ha pasado y la idea de que, con la perspectiva, estaríamos más preparados para afrontar aquellas situaciones que dejaron las mellas señaladas en nuestra culata.

No nos damos cuenta de que si somos quienes somos es debido a todos aquellos errores que, indudablemente, repetiríamos en otros formatos. El pasado es un peligroso equipaje de valor incalculable para bien y para mal. Incluso los viajeros del tiempo del Ministerio del mismo nombre tenían la potestad de actuar sobre la Historia para conservarla, pero no para variar sus propias historias en minúscula. Ninguno podría.

Somos lo que hemos hecho de nosotros con todos esos ingredientes, lo que no quiere decir que aprendamos de nuestros errores

Revisar nuestro pasado y apuntar mejoras parece sencillo desde la distancia, pero olvidamos los olores, la cercanía, el fragor que nos hizo reaccionar de aquella manera. Somos lo que hemos hecho de nosotros con todos esos ingredientes, lo que no quiere decir que aprendamos de nuestros errores. No lo creo. Solo los acumulamos y, si somos capaces de reconocerlos, intentaremos no repetirlos de la misma forma, aunque todos sabemos que la cabra tira al monte. Nos arrepentimos de habernos arriesgado y lo haremos de lo contrario cuando tengamos ocasión. Si salió mal cuando entonces elegimos la pasión, optaremos por la racionalidad y nos volverá a salir mal con otro sabor, porque al final añoraremos aquello que descartamos. Si aguantamos por un motivo, siempre encontraremos otro para volver a hacerlo. Así somos.

Siempre he creído que el lenguaje es un espejo del alma. En francés e inglés existe el término cuya traducción directa, no admitida, sería “revisitar” (revisiter, to revisit). Nosotros tenemos como única solución “reconsiderar, revisar”, que parece implicar un juicio y con él la opción de la rectificación. Me parece sano “revisitar” el pasado y repasar las fotos de los golpes y magulladuras, de las flores y las risas como ejercicio de autoafirmación, para aclarar nuestros conceptos básicos. Sin embargo, el término español de “revisión” no nos otorgaría nunca la capacidad de mejorarlo, aunque recibiéramos el número de la puerta al pasado adecuada para rematar en condiciones aquel beso, para decir adiós mucho antes.

Aseguro que un poco de sol, unas copas de vino y la compañía adecuada dan repertorio adecuado para unas cuantas novelas, de género variado, con amores y odios, lealtad y traición, buenos y malos. La vida da para mucho, pero como diría Umberto Eco, las historias repiten los mismos modelos, los mismos papeles, desde los orígenes de la narración.

Lo que resulta innegable es que nuestro pasado nos viste con mejores o peores galas que lucimos como podemos. Escondiendo nuestros defectos a veces, otras enseñando las carreras en las medias, el rimmel corrido, con media sonrisa y la resignación que nos sostiene. Ese pasado es el que da fuerza e interés a nuestras miradas y nos descubre, al menos, lo que no queremos volver a ver por nuestro retrovisor.