Una habitación amplia. Un rectángulo muy grande con yeso en las paredes. En el suelo no hay azulejos, solo cemento seco y pequeños trozos de ladrillos anaranjados. En el fondo, un lienzo con algunos dibujos. Te acercas y los miras: una escalera que asciende, unas bolsas de dinero en los escalones, a un lado una casa con jardín, al otro un coche nuevo, unos padres trajeados y unos hijos sonrientes. También un perro con la lengua rosa. Fuera del cuadro, en la pared de la derecha, hay una ventana: vistas a un patio interior con ropa colgada y olor a detergente líquido.

Se escucha el ruido de unos zapatos. Aparece Nabokov con una boina, unos pantalones vaqueros y una camisa colocada por dentro. En la mano derecha lleva un cubo lleno de pintura púrpura. Lo lanza fuerte contra el lienzo. Se tiñe de morado y escuchas el plash de los restos que caen al suelo. Tras un breve goteo, solo se ve un cuadro unicolor que, poco después, deja entrever una silueta blanca muy fina: una mariposa que podría salir de ahí en cualquier momento. Deja el cubo en suelo y sale por la puerta.

Es como una parálisis del sueño, pero lo que ves, parece tan maravillosamente absurdo que no te apetece descartar la vigilia

Otra vez el eco de unos pasos; esta vez, el calzado hace más ruido, como si avanzara de forma agitada. En el hueco de la puerta, se ve una pipa con humo y, un segundo después, emerge su portador. Cernuda se acerca al cuadro mientras palpa una bolsa de tela que cuelga de su antebrazo. Aplasta el contenido que hay dentro. Saca unas hojas secas y las flores blancas de un naranjo. Las esparce con diligencia, como si todo tuviera algún sentido, y no le importa mancharse las manos con la pintura nabokoviana.

Es como una parálisis del sueño, pero lo que ves, parece tan maravillosamente absurdo que no te apetece descartar la vigilia. Intentas decir algo al poeta sevillano: mueves los labios, pero no eres capaz de articular ningún sonido. Las paredes absorben la voz humana y solo hay silencio. Cernuda se va y estás seguro de que eres invisible para ellos; es más, casi seguro que no pueden verte. Piensas que quizá la verdad del folio en blanco que supura por unos surcos muy negros… Pero el pensamiento se interrumpe porque el ruido del cemento anuncia otra visita.

Es Ana Blandiana. Lleva un collar con topacios amarillos que suenan al entrechocar, y ves en su mano derecha una espada desenvainada. Bueno, y ahora qué va a pasar. La escritora observa el lienzo desde lejos. Se acerca despacio, con mucha parsimonia, y sus zapatillas hacen un ruido que se escucha cada vez menos. Como si caminara con la punta de los pies. Como las piedrecitas de unas maracas que se mueven lentamente. Así, así. Está a punto de manchar su nariz con la pintura morada y las hojas despedazadas, pero se detiene en ese momento y da un paso atrás. Levanta la espada, y con el filo del metal dibuja una pequeña figura en el marco de madera: un ángel diminuto que sale de la cáscara de un huevo.

Necesitas tomar el aire y te asomas a la ventana. Ya no hay ropa colgada, pero el olor a detergente ha quedado impregnado en las paredes del patio interior. En una de ellas, se proyecta la sombra de una antena junto a otra de una chimenea. De qué hablarían si pudiesen hablar. Suena un violín. Sacas la cabeza para identificar de dónde viene la melodía, que se escucha cerca, y ahora un poco más. Te das la vuelta y una joven toca el instrumento enfrente del cuadro: el rasgado de las cuerdas se extiende por tu cabeza y no deja libre ni un solo recoveco. Estas ahí. Termina la canción y la música retira su cara de la madera. Sujeta el arco por la parte de arriba y atraviesa el lienzo con tanta rabia como dulzura había mostrado antes.

Después, aparecen otros escritores que no quieren dejar de participar en la obra colectiva: uno deposita allí unas latas oxidadas, otro el envoltorio de unos caramelos, y el último, Martín-Santos, escribe encima de la pintura —ya seca—: “museo anatómico de vivos”. Tacha esas palabras con una raya horizontal. Entran más personas y quieres que dejen todo como está, ya es suficiente, pero ellos insisten, y no puedes detenerlos. Sería inútil. Te sientas en el suelo y consignas lo que ves en un libro con las hojas en blanco.