Mi país tiene un himno sin letra; mi región un gentilicio ortopédico; a mi ciudad solo la cuentan en necrológicas. Lo he intentado, de verdad, pero pedirle a alguien como yo un sentimiento patriótico es lo de las peras y el olmo. Creo que somos unos cuantos.

Desprovista de esa identidad, he acabado viviendo en lugares donde las suyas son muy fuertes: Cataluña, Estados Unidos, Argentina. Seguramente por eso, decía, lo intenté. Cuando alguien te espeta “yo soy esto”, te obliga sin mucha escapatoria a preguntarte “¿y yo qué soy?” Porque algo seré, ¿no?

En la residencia de estudiantes de Valladolid abundaban las banderas de otros lugares. Me daba envidia de los asturianos, porque no la discutían, a todos los demás nos caía bien y, además, es muy bonita. Eran los años de Fernando Alonso, Melendi. No sé si tendría algo que ver.

Entonces, yo solo poseía una bandera: de Edimburgo. Había ido a estudiar inglés en verano, gracias al esfuerzo de mis padres. Esa identidad, trabajadora, sí la he tenido clara siempre.

Cuando llegamos a la Pompeu, en Barcelona, los profesores nos presentaban como “los de Valladolid”. Qué cruz. “Aquí Valladolid suena a facha, Cris”, me explicaba entonces un amigo de Sarrià. ¿Y Zamora cómo suena? “Zamora…a pueblo”. Prefiero eso, gracias. Y entonces tuvimos que dedicarnos a aclarar de dónde éramos. Mi amigo es muy de Benavente, así que a él le salía más natural lo suyo.

Soy de ese sitio donde la gente dice “en efecto” y “arrimar” en la misma frase

Un jefe, después, hablaba de nosotros así: “los mesetarios es que cómo sois…”. Tozudos, quería decir, pero a mí eso me convencía un poco más: podía decir que era mesetaria sin que nadie pudiera refutármelo con agravios territoriales. La geografía es más antigua que sus cuitas.

En Estados Unidos, además de mesetaria, me hice europea del sur. Eran los años de la Troika, la prima de riesgo; cuando Merkel no estaba en nuestro equipo. Era una cuestión de dignidad.

Entonces también me hice iberista. De nuevo: la geografía al rescate.

En Latinoamérica me han dicho, como a cualquier español, que qué vergüenza lo de nuestros ancestros. Y claro: ¡Qué absoluta vergüenza! Lo que pasa es que me lo han dicho precisamente los descendientes de los que fueron allí a explotar esa tierra y a sus gentes. Mis abuelos y los abuelos de mis abuelos no se movieron nunca de esta meseta. Campo y azada.

Todo este periplo para contar que no sé qué se supone que tengo que hacer o pensar cada 23 de abril. Lo único que digo con convencimiento es: felices días siempre cuando hay libros.

Releo mucho a Delibes, que no es la geografía, pero casi. Y me consuela un poco: “El castellano, de ordinario, no se siente especialmente castellano, sino vaga, inconscientemente español. Villalar no es tanto la expresión espontánea de un sentimiento autonomista como una resuelta tentativa de crearlo. Pero, por el momento, el castellano, me parece a mí, no siente eso”.

Delibes, que escribe “del hombre sencillo y sus cosas”, se dedica a rescatar unas costumbres, una cultura, un paisaje, una forma de vivir. Y eso me interesa mucho más que la denominación política que nos caiga en suerte (o en desgracia).

Después de casi un año de vuelta aquí, si me preguntan que yo qué soy, puedo decir algunas cosas más: soy de ese sitio donde la gente dice “en efecto” y “arrimar” en la misma frase; de donde no busques oro si no lo da el cielo; de una tierra ni vacía ni vaciada (una palabra más fea no tenían, ¿no?). De una tierra dura pero fértil en la que urge más hablar de futuro que de pasado, porque se nos escapa.