Fui a verte a la residencia. Entré y no me conociste. Me senté a tu lado. Tu apagada mirada se fijaba en mí como sorprendida en medio de un silencio sonoro. ¿Sabes quién soy? Respondió más silencioso el silencio… Te pregunté: ¿Te acuerdas de Fermín Chaquetas? Ahora sí, respondiste muy quedo y en voz baja. Tus ojos, anegados de lágrimas por la emoción, seguían mirándome pasivos. Algo me dijo que toda tu vida pasada llena de vivencias se te hizo presente en un instante, sin proyección de futuro. Me mirabas, me mirabas sin salir del ayer. El intenso sentimiento de alegría y tristeza de los hechos vividos te ahogaba en llanto. Y yo compartía el reflejo de nuestro modo de vivir desde la infancia en aquella España de posguerra, rica en hambre y miseria.

Permanecí mudo unos segundos. Me pareciste más calmado e inicié el dialogo: ¿Sabes que han escrito la historia de la escuela de Bercianos y hablan de don Nicanor? Abriste los ojos sorprendido. Presentí en ti una regresión a aquella escuela posbélica con ochenta escolares de ambos sexos, sin calefacción, con solo la tiza y la pizarra, regentada durante treinta años por quien me enseñó las primeras letras, don Nicanor Gómez Díez -tu padre-. Y en ella, los cuatro primeros cursos de bachillerato, tú y tu hermano Emilio, por él preparados, con la gran dificultad del latín y el inglés, que supo resolver con don Tomás Miñambres, el cura del pueblo, que vivía en Villanueva de las Peras, lo cual os obligaba a ir todos los días a dicho lugar con la cartera bajo el brazo. El inglés, con Serafín Alonso García, migrante en EE.UU, que regresó al pueblo unos meses. Los dos, estudia que te estudia, alumbrados con la luz del candil -de aceite, de petróleo o lucilino y por último el de carburo, al que siguió la luz eléctrica-. Y en junio, a examinaros como alumnos libres en el Instituto Claudio Moyano. Ni un suspenso.

Te verías, también, jugando en la calle desafiando los fríos; buceando y pescando barbos a mano en el Castrón; jugando al balón en el Prao; cazando por las Laderas, la Chana, la Devesa, la Zarza, el Altar Mayor, Tarcibera y los Penusillos; enrayando una rueda toda ferruginosa -sin haberlas visto más gordas- de una bicicleta vieja y destartalada, que supiste armar hábil e ingeniosamente y luego, pedaleando por aquellas carreteras de tierra corriendo las siete partidas; girando la noria para regar las patatas y alubias bajo un sol adurante que caía sobre el valle y las alturas de la Chana y las Cuatro Marras. Actividades que fortalecieron tu cuerpo con reciedumbre para hacer frente a las adversidades de la vida, y tu espíritu resistente a las frustraciones, proporcionándote, además, una valentía y cultura del esfuerzo que te acompañó toda tu vida; unida a un ansia por saber que de la escuela te venía porque en la edad escolar tú y Emilio leíste y releíste todos los libros que formaban la biblioteca escolar. Ese fermento avivó la avidez por la lectura y el saber.

Volvió el llanto y el silencio como si en él escucharas la soledad y la fueras poblando de visiones y recuerdos. Continué a tu lado sin pronunciar una palabra. Comprendí que mi presencia suscitaba en tu ánimo una ambivalencia afectiva de alegría y tristeza. Seguí a tu lado sin hablar. Al fin, te dije adiós con la mano. Me quedé sin palabras. Fue nuestro último momento…

Una vez aprobado cuarto de bachillerato, no había más opción que el instituto. Ni otra, elección que no fuera el Claudio Moyano. Condiscípulo de Claudio Rodríguez durante los tres últimos cursos de bachillerato, forjaste una íntima y duradera amistad basada en el afecto personal, puro y desinteresado, que se fortaleció y continuó con el trato. Recuerdo que en cierta ocasión me explicaste que Claudio, tiempo antes de publicarlo, te hizo esta observación: ¿Te has fijado que siempre la claridad viene del cielo? Es un don. Era una mente de una creatividad sorprendente, remataste.

Finalizados los siete cursos de bachillerato -con un currículo del que formaban parte el latín y el griego-, superaste, al igual que Emilio, la reválida o examen de Estado a la primera y conseguiste el título de bachiller que daba acceso a la universidad. Comenzaba a hacerse realidad tu sueño desde la escuela: ser médico. Yo no sé de dónde te venía la vocación. Si alguna vez hablamos de ello, no lo recuerdo. Posiblemente de tu tío Antonio Blanco, acreditado médico de cabecera. Me inclino más por la figura de don Santiago Ramón y Cajal a quien no sólo admirabas, sino que venerabas desde que leíste las obras literarias completas en la edad escolar. Sea por lo que fuere, se abrieron las puertas para que tu inclinación por la ciencia y arte de precaver y curar las enfermedades del cuerpo humano se cumpliera.

Titulado en medicina, a cumplir el servicio militar obligatorio (la mili) como todo hijo de vecino, por suerte en el cuartel de Zamora. Con la licencia absoluta, conseguiste la plaza de lo que hoy se conoce como médico interno residente (MIR) en el Hospital Provincial en la especialidad de cirugía y traumatología con el doctor Luis Martín Sanz.

Pareciera que los dioses hubieran premiado ese sentimiento tan humano de hacer bien a la humanidad curando enfermos. No defraudaste. Se redobló en ti ese vigor natural y la virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar y da alas al alma para volar sin desfallecer. Sacrificio, trabajo, dedicación, estudio, disciplina, método. Todas las horas del día eran pocas para formarte en la ciencia y el arte de sanar. Lo ponen de manifiesto pequeños detalles: mientras paseabas con los amigos, no perdías el tiempo, atabas un hilo de cátgut a un ojal de la chaqueta y, sin dejar de andar y participando en la conversación, hacías nudos como por ensalmo; en la habitación, ponías una almohada entre las piernas, la rajabas con el bisturí y cose que te cose para coger destreza y habilidad, que todo redundaría en beneficio del enfermo que operaras. Estos pormenores dan idea de tu sentido de la responsabilidad, que culminaron con la titularidad del servicio de cirugía y traumatología conseguida al ganar una reñida oposición. Y director del Hospital provincial por méritos propios.

El triunfo, que en ti no era tal, no se te subió a la cabeza, seguías a lo llano, sin contrapuntos, sin afectación ni vanidad, haciendo lo que te correspondía, estudiar, asistir a congresos, ir de la mano de la ciencia médica, al tiempo que saboreabas la literatura, esa expresión de la belleza por medio de la palabra, que te producía un placer inmediato, puro, desinteresado ; todo lo cual enriquecía tu entendimiento con un loable tesoro cultural del que disfrutabas sin presunción, al contrario del pedante que se regocija presumiendo de lo que sabe.

Y llegó el momento que floreció en ti el deseo y la necesidad de salir de ti mismo buscando el bien de María Ángeles, dando y recibiendo afecto, compartiendo la vida en sus auténticos valores. Fruto de ese amor nacieron María, José y Leticia que redoblaron la felicidad y, también, la profunda oscuridad del sufrimiento. María dejó este mundo niña, sin poder reconocer vuestras caras. El Señor la llamó a formar parte de los Coros de Querubines.

José Luis, se apagó tu vida pero no tu destello. Estás en mi corazón, mitad músculo dañado, mitad ciencia y técnica que lo anima cuando se cansa de latir, y sobre todo tanta vida compartida desde nuestra infancia con momentos sublimes y de profundo dolor. Así es la vida: amor y dolor. Con solo amor, sin sufrimiento, la vida es menos vida. José Luis, hasta mañana. Estoy viendo el resplandor de tu figura desde más allá del éter, desde el que brilla la ejemplaridad de tu vida para tu familia, tus allegados, tus amigos, todos cuantos sanaste y los que de ti oigan hablar.

Fermín de Vega Parra