La imagen me sobrecoge. Un niño perdido en el desierto tras ser abandonado. Como Pulgarcito, pero sin piedras blancas en los bolsillos para poder regresar a casa, quizá porque esta vez no se esperaba que pudiera ser abandonado. No puedo imaginar semejante sufrimiento. Qué difícil escribir sobre esto. La desesperación obliga a las personas a tratar de encontrar una salida, aún a sabiendas de que el túnel no tiene fin. Esto es lo único que se me ocurre.

El túnel. Estamos en él y lo que vemos al mirar por la ventana son imágenes que salen de la propia ventana, por esa razón somos incapaces de reconocer que detrás de ellas solo hay un túnel. Como en la caverna de Platón, encadenados a nuestros asientos, pero no frente a nuestras propias sombras sino frente a una realidad intangible, más realidad que nunca y sin embargo, cada vez más ajena a nosotros.

Esta es la paradoja: nos duele el dolor que se produce lejos porque lo vemos, la tele nos lo muestra todos los días, en pequeños fragmentos, en dosis de cuentagotas para que no sean mortales. Pero su visión no acorta las distancias. El sufrimiento pertenece al mundo de la ventana, sí, a esa realidad que es proyección en sí misma, sustituida por su propia representación, pero cualquier impulso de correr hasta el martillo para romper la ventana no daría otro resultado que la pavorosa oscuridad del túnel. Ni siquiera conseguiríamos parar el tren, solo quedarnos sin imágenes, aislados.

Alialgia, dolor del dolor ajeno, pero extrañado, extranjero, casi alienígena, porque si estuviera aquí, al lado, ese dolor sería insoportable.

En el cuento de Perrault, Pulgarcito y sus hermanos no cruzan fronteras, pero en la segunda parte, la más terrible, los pájaros se comen las migas de pan que Pulgarcito había ido abandonando para poder volver, y después de vagar perdidos por el bosque los niños acuden a refugiarse a la casa de un ogro.

Los pulgarcitos de ahora atraviesan fronteras pero su historia no rompe el tradicional argumento: cuando encuentran refugio, resulta que se trata de la casa de un ogro

Ahora los niños perdidos atraviesan fronteras, pero no conscientemente. Ellos ya estaban al otro lado cuando abandonaron su hogar, el único lugar en el que se sentían seguros. No le hables a un niño de patria, no te entenderá, no le hables de naciones ni de rayas en el mapa. Para los niños, los mapas son mapas y andar sobre ellos es una tontería. Lógica redonda, que suelen decir después de darnos una de sus innumerables lecciones. Esos niños no salen del bosque, no salen del desierto, no salen del territorio, si acaso se cuelan por los agujeros de una valla, que no tiene por qué ser distinta a otras muchas vallas que existen por tantas variadas razones que lo más remoto es que puedan dividir nada menos que países.

Los pulgarcitos de ahora atraviesan fronteras pero su historia no rompe el tradicional argumento: cuando encuentran refugio, resulta que se trata de la casa de un ogro. Ese ogro que, a diferencia del ogro de Perrault, no tiene apariencia de ogro sino de afable persona, con su pelo amarillo y los mofletes rosados al estilo Trump, o de persona responsable, cumplidora con las normas, con su chaqueta oficial de guardián de la ley, y su estrella dorada.

Ese ogro que puede ser cualquiera, tanto el que ordena meter a los niños en jaulas para que no escapen y no vaguen libremente por los campos -y las fábricas-, como el que grita, lleno de odio, en los foros de las redes sociales que la culpa la tienen los padres, o el gobierno del país donde viven esos padres, o el país que no sabe alimentar a ningún padre, o el mundo donde se sitúan esos países, ese mundo lejano, que nada tiene que ver con nosotros, tampoco con nuestro pasado.

Entretenidos frente a la ventana que nos da noticias de sufrimientos aliálgicos comenzamos a sentirnos extraterrestres con tanto extrañamiento. Sentir dolor por algo que no nos toca es raro, muy raro. Porque aunque nos hartemos a llorar como niños cuando, de golpe, nos muestran la imagen de un niño perdido, sumido en la desolación y la desesperanza, resulta que el tren no se detiene, y el túnel es infinito.

Cambiar la realidad no es posible, te dirán los ogros disfrazados de buena gente. Las cosas son como son, y aprender esta máxima es fundamental para madurar sin enloquecer. Adaptarse es sinónimo de sobrevivir. Ver y callar. En todo caso, cerrar los ojos si el dolor es muy fuerte. ¿A dónde vamos? No hay respuesta. ¿Quién conduce el tren? Nadie. La esperanza, un salto. Un salto enorme.

Al menos sale el sol, y es un sol lleno de asombro, así puedo decir que lo que me pasa es por su culpa, después de mirarlo.