En estos días de pascua de los años pretéritos, los que acontecían entre las alegrías y las miserias de la normalidad que no estimábamos lo bastante con anterioridad a que el COVID-19 saturara de quietud preventiva las hojas del calendario, gran parte de los zamoranos nos hallaríamos coloreando el tiempo de asueto mediante la contemplación, el ruido, los efluvios y, en general, la cultura que comprende con orgullo la Semana Santa de nuestra tierra materna. Ahora, sin embargo, cuando las tradiciones no localizan bien su espacio entre la marabunta de restricciones, en ocasiones incoherentes, que pueblan con cierta ignominia el transcurrir de nuestras existencias, es momento de colmar los vacíos imperativos en la vida exterior con actividad ejercitante en la interior (sobre la que, al menos de momento, no penden gravámenes): son tiempos para la reflexión.

Los periódicos han cedido recientemente el blanco de sus páginas al tratamiento de una noticia que estimo merece la pena interpretar: y es que la Policía Nacional, en intervención acometida hace escasos días en Madrid, procedió a derribar la puerta de una vivienda donde se estaba celebrando una fiesta, ante la negativa de los sorprendidos festejantes a consentirles el acceso. Todo ello sin que antecediera la debida orden judicial, claro. Parece ser que desde el poder se ha pretendido justificar después tan antiestética actuación amparándose en el peregrino subterfugio de que la vivienda quebrantada no constituía domicilio, al tratarse ésta de un piso turístico de arrendamiento únicamente motivado por la consumación de conmemoraciones. Tras los hechos, juristas de reconocido prestigio han corrido para hacer confluir sus opiniones en la tesis que defiende lo escandaloso del asunto, pues es consabido que en incontables momentos el Tribunal Constitucional ha dejado diáfana la amplitud atribuible al concepto de domicilio, donde más allá de la tipología y el destino, lo que prepondera es su consideración como “el espacio donde el individuo vive sin estar sujeto necesariamente a los usos y convenciones sociales y ejerce su libertad más íntima”.

Los seres humanos, recordemos, nacemos dotados todos de una amalgama de derechos de igualitaria aplicabilidad, corolarios en su conjunto, en fin, de la libertad de autogobierno sobre la existencia que nos es propia. Tal libertad se configura en esencia como derecho negativo: el de no soportar agresiones externas que puedan hacer peligrar el impulso de nuestros proyectos vitales. “El credo liberal descansa sobre un axioma central: que ninguna persona ni grupo de personas puede agredir a otra ni a su propiedad” aseveraba Murray Rothbard, celebrado economista de la Escuela austriaca. Conviene subrayar, claro, que tales amenazas a la libertad personal de cada sujeto no solo encuentran origen en el resto de personas. La causa de tamaños peligros puede emanar, de igual modo, de aquella comunidad política a la que un día concedimos la salvaguardia del orden público, más cercana tal cesión del fruto de una serie de invasiones e imposiciones históricas de catervas de individuos frente a otros que de la rúbrica del contrato social de Rousseau. Se trata, como no, del Estado.

El Estado encuentra su razón de ser en la protección articulada de las libertades de los individuos, sin mayores atribuciones por su parte que las estrictamente necesaria para tal fin

En adhesión a los axiomas articulados por la rama minarquista del liberalismo, creo que procede contemplar el Estado como un mal ineludible para el aseguramiento del debido orden público en que poder hacer desarrollo de nuestras libertades sin ser contrariados. Frente a la deriva anarcocapitalista, que comprende la supresión total del Estado para dar paso a una organización policéntrica mediante la coexistencia de múltiples comunidades políticas voluntarias, aprecio que el Estado encuentra su razón de ser en la protección articulada de las libertades de los individuos, sin mayores atribuciones por su parte que las estrictamente necesaria para tal fin.

Entendamos, pues, que somos los individuos los verdaderos soberanos frente al Estado y no a la inversa, de lo que sigue que allí cuando pretenda aquél la realización de otras labores que no sean las de precisar legislativamente los derechos individuales que ostentamos para su óptima protección; ejercer una violencia mínima, proporcionada y siempre justificada en la prevención o castigo de la conculcación de tales derechos y, por último, recaudar aquellos fondos que devienen estrictamente exigibles para la ejecución de lo anterior, entonces estará él mismo ocupándose en la violación de nuestra legítima libertad y de nuestros naturales derechos.

Si se lo cuestionan, sí, el Estado mínimo liberal es compatible potencialmente con la transmisión de renta a aquellos que carecen de recursos y que son objetivamente incapaces del desarrollo de una cooperación con los otros tendente a su consecución. Lo que desde luego no avala el ideal de Estado al que estoy refiriéndome es la intrusión en nuestros domicilios a golpe de ariete, malogrando con cada acometida el preciado derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio. Si no media orden judicial previa, jamás podremos tolerar este tipo de injerencias salvo para evitar delitos flagrantes, allí donde haya una sospecha indubitada de su inminente comisión. En el caso que estamos comentando, la Policía no podía saber si los festejantes estaban incurriendo en un delito o simplemente en una mera falta administrativa. Es incluso debatible si estamos aquí ante un delito flagrante o ante la consumación ya perpetrada del delito.

En cualquier caso, lo realmente inquietante se encuentra en la apariencia de legalidad con que desde el poder se intenta blindar a esta innegable vulneración de derechos. Tampoco sorprende: históricamente los regímenes autoritarios han logrado su consolidación mediante el aprovechamiento de épocas de crisis (como la que ahora vivimos) para la implantación de medidas despóticas y presuntamente necesarias bajo la premisa de su temporalidad; una temporalidad que finalmente devenía imperecedera.

Cuidado.