En el último año, nuestras vidas se han visto monopolizadas por noticias que jamás imaginábamos. Estábamos habituados a las pérdidas más comunes, pero no estábamos preparados para las mayúsculas que nos esperaban a la vuelta de la esquina. Cuando ya todo suena igual y las noticias reverberan con su monotonía deprimente, y no por ello menos realista, intentamos encontrar refugio en otras noticias que acaban consiguiendo una resonancia extraordinaria.

Personalmente, y como ya se habrán percatado, tiendo a la introspección. Cuando lo de fuera me satura, porque no puedo mejorarlo, porque no sé cómo hacerlo, me refugio en mis tierras privadas. Dado que lo de viajar se ha convertido en un mito, mis escapadas se dirigen a mi estantería y mis listas de música. Nada exótico. En estos meses, ya sean de confinamiento o de nueva normalidad desacompasada, el consumo de series en plataformas diversas se ha visto multiplicado. No ha sido mi caso. Digamos que huyo de las pantallas. Mucho ruido para mí. Y qué decir de la televisión… Películas y series que se emiten en bucle o programas de supuesto entretenimiento donde gritos y chabacanerías son lenguaje común. Sin embargo, ese mundo denostado por tantos, incluso cuando parece ser un placer culpable más común de lo confesable, ha saltado a telediarios y columnas de autores muy alejados de ese mundo.

Sí, hablo del programa – realmente no sé cómo denominarlo – en el que la hija de Rocío Jurado, la grande, confiesa su drama personal con todo detalle. Tras años de silencio y presunta ocultación, decide abrir sus tripas y narrar a millones de telespectadores lo que en la vida privada del común de los mortales solo se compartiría con un amigo íntimo. Las tripas a la intemperie. A estas alturas resulta innecesario hablar de los detalles de la historia, con personajes que parecen sacados de una parodia cañí: la tonadillera, el boxeador, el torero, la peluquera, la adolescente díscola, el guardia civil… todos ellos dentro de una trama de amor, traición, muerte y dolor. Toda España está al corriente. Si fuera obra de un guionista, habría pasado a ser una obra kitsch. Años de pensar una cosa y ahora parece que los mismos que antes clamaban una verdad se han cambiado la chaqueta para abogar por la contraria. ¿España, decíamos?

Todos hemos vivido dramas de altura, aunque sin toreros que hicieran un quite o tonadilleras que pusieran banda sonora a la escena, y hemos compartido narraciones propias y ajenas que parecieran sacadas de distintas realidades

La historia que veíamos sobre el papel couché ha pasado al salón de casa, porque realmente ese es su lugar. Escuchamos detalles de una realidad que, en porciones y con otro decorado, se vuelve familiar en demasiadas ocasiones. Hasta la ministra de Igualdad ha salido a la palestra para tratar el asunto como maltrato. No es ese el tema en el que yo quisiera entrar por ser un asunto de una gravedad suma que no creo deba ser tratado desde la lejanía y el desconocimiento. Una vez más me gustaría centrarme en la importancia de la narración en sí misma, en su existencia y en la admiración que despierta.

La narración es propiedad de una única persona, narrador omnisciente de su propia realidad, en la que se subrayan unos momentos, unas sensaciones y se obvian otras por el interés de las intenciones del sujeto, sean estas conscientes o no. Todos hemos vivido dramas de altura, aunque sin toreros que hicieran un quite o tonadilleras que pusieran banda sonora a la escena, y hemos compartido narraciones propias y ajenas que parecieran sacadas de distintas realidades. Los amores que fueron inenarrables se tornan simples aventuras en otras versiones. Las traiciones, simples escapadas para respirar. Las broncas propias de una relación quebrada, maltrato delincuente. O a la inversa. No me creo el replicante de Blade Runner que había visto más allá de la Puerta de Tannhauser, pero sí he vivido todo ello en primera o tercera persona y seguro que los que me están leyendo también. La vida es compleja, la de cada uno de nosotros. Y luego viene la narración, el cómo contamos no solo lo que vivimos, sino lo que sentimos, que da contexto y color a cada una de esas situaciones, variando si el que nos escucha nos quiere o no, si nos siente cerca o no. Diferentes son si hablamos desde la verdad de quien quiere contar o de quien quiere convencer, a veces a nosotros mismos, de que nuestra vida está más cerca de lo que quisimos ver o simplemente es una coartada para poder seguir levantándonos cada mañana. Hablar para poder seguir viviendo, dice la protagonista del documento. Exactamente. Todos lo hacemos con la honestidad que nos caracterice en el resto de nuestra vida, confirmada por nuestras acciones y dando la veracidad que con ellas nos hayamos merecido hasta ese momento. En este caso concreto, solo podrán dar el valor adecuado a sus palabras aquellos que la conozcan a ella y al resto de personajes, por lo tanto, no es mi papel.

Mi papel está reservado para las situaciones que viví y compartí y, en esas, me confieso testigo pertinaz y de memoria inquebrantable. Los recuerdos engañan a menudo, porque su transgresora fuerza de realidad es inversamente proporcional a su pertinencia al sur de la cintura. Digamos que puede que nuestros recuerdos relacionados al amor y la falta de él tiendan a forjarse con más deseo del necesario y menos descripción de la deseable.

Como sociedad, infravaloramos la importancia de la coartada como recurso de supervivencia y no dejo de sorprenderme cuando observo a mi alrededor gente que, con o sin excusa, difumina y redecora el pasado a su parecer, olvidando que, entonces y ahora, se comparte con otras personas, con sus propias agendas y complementos vitamínicos contra el olvido. Siempre hay quien es capaz de construir enormes coartadas basándose en mentiras que nunca fueron, como si todos los demás fuéramos a contagiarnos de versiones mejor contadas.

Asistimos como país a un gran ejemplo de ello. Dos versiones, contradictorias. Compramos una entonces, la contraria ahora, todos a una. Sin rubor alguno y con el mayor de los desconocimientos, menospreciando la fuerza que tiene la narración por sí misma, el drama y los personajes. La literatura, señores, la literatura.