Tomo el título prestado del amigo Santiago, un “cabreroloco”, como él mismo se autodenomina, del que estoy aprendiendo a observar la realidad del mundo rural desde otras perspectivas. Al hilo de los sonidos de las campanas que el pasado miércoles se escucharon en numerosos pueblos de España, rememorando las protestas de marzo de 2019, el amigo Santiago sostiene que casi cada acción, acto y campaña se han convertido en folclore. Que si bien el folclore del medio rural es rico, no se merece, sin embargo, que se folcloricen sus dramas. Que mientras no se escuche, dice él, a un hurdano, alistano, berciano o alcarreño, no habrá soluciones mágicas, y menos si vienen de quien no sufre ese drama. Un drama que hunde sus raíces en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo XX, cuando el plan de estabilización franquista, con el nuevo modo de desarrollo industrial y el boom de la urbanización, llevaron a muchos campesinos a abandonar los pueblos para aterrizar en las ciudades, donde estaban las nuevas oportunidades.

Desde entonces, mucho se ha hablado de nuestros pueblos, de la mecanización y modernización en los modos de trabajar en la agricultura o ganadería, de la mejora de las infraestructuras (alcantarillado, agua corriente, pavimentación, telefonía, televisión), de la evolución de los recursos humanos (pérdida de población, masculinización, huida ilustrada, caída de la natalidad, envejecimiento), de la escasa rentabilidad de los productos del sector primario, de las ayudas europeas a través de la Política Agraria Común (PAC), del impacto de los sucesivos programas e iniciativas de desarrollo rural o de las dificultades para la conectividad digital. Y muy recientemente, aunque los problemas, los retos y las oportunidades del mundo rural ya habían sido analizados y difundidos en numerosas publicaciones y en infinidad de congresos, foros y conferencias, nos encontramos con un supuesto nuevo interés por el futuro del mundo rural, sobre todo a partir del éxito del libro “La España vacía”, publicado por Sergio del Molino en 2016.

La España rural, sin embargo, no está vacía. Por tanto, tremendo error seguir usando una expresión que, aunque lanzada al espacio mediático y público con la mejor de las intenciones, no sirve para reflejar los orígenes de los problemas que tanto nos preocupan ni entender el significado de la vida cotidiana en unos territorios mucho más complejos de lo que pensamos, mucho más heterogéneos de lo que sospechamos y mucho más ricos de lo que imaginamos. Porque en estos territorios siguen sucediendo cosas, sí, aunque en ellos residan pocas personas y las dificultades para emprender proyectos de desarrollo sigan siendo numerosas. La cuestión, como muy bien dice el amigo Santiago, es cambiar los términos y usar “territorios olvidados” para referirnos a esos espacios que hemos abandonado porque supuestamente en ellos ya no se encontraban los tesoros que nos estaban esperando en otros rincones y geografías. Pero el olvido, ya saben, es la antesala de la muerte. Y la muerte solo llega cuando el olvido se hace eterno y duradero.