Los primeros días, la madera grafiteada crujía con extrañeza cuando te veía llegar con Cernuda o Pessoa bajo el brazo. Más bien, eras tú quien se acercaba dubitativo a ella, en busca de un trozo de mundo ajeno al asfalto y al ruido de los motores. Unas horas fueron suficientes para hacer costumbre y, a partir de entonces, empezaste a venir por las tardes para hacer compañía a este banco deslustrado y siempre dispuesto, desde el que hoy escribes.

Al fondo del parque, una anciana, con un pañuelo de color ocre y girasoles deshilachados, llena de comida los recipientes de latón y el sonido a hojalata convoca a los gatos sin amo; habla con ellos, cambia de tono (reprimenda, comprensión, ruego) y se crea una atmósfera de extraña familiaridad entre la mujer parlanchina y los felinos hambrientos. Me gustaría acercarme y charlar con ella, pero solo me atreveré, después cuando me vaya, a mirarla y asentir con un gesto de amabilidad o aprobación —anda, como si a ella le hiciera falta tu aprobación o la de los otros—.

En el banco situado a mi derecha, una señora de cuarenta años y chándal azulado se levanta, se sienta, gira sobre sí misma y finalmente se queda de pie; está inmersa en una llamada importante, habla por los auriculares y gesticula desaforadamente, como si uno de sus aspavientos fuera capaz de crear un remolino y hacer que su figura desapareciera sin dejar rastro. Enfrente, entre los matorrales, unos niños con la mascarilla negra revolotean y juegan al pillapilla, se enfadan y pronto se reconcilian con un abrazo; a su lado, una estatua broncínea presume del único rayo de sol que ha conseguido hacerse hueco entre los álamos —algunos ligeramente torcidos por el paso del tiempo o quizá por el temporal inverosímil que visitó la ciudad hace unos meses—.

Bajas la mirada y sigues con los poemas de Cernuda. Lees y vuelves a leer uno que el autor escribe a un poeta futuro, a un escritor presente y un cosquilleo agradable te reconforta. Si ahora apareciera el poeta exiliado y se sentara a tu lado, actuarías con naturalidad y le harías preguntas cortas que buscarían respuestas largas; y no, en ese estado de embeleso contemplativo (como él diría), de irrealidad amigable, no te resultaría extraño. Anotas algo en tu cuaderno y te subes la cremallera de la chaqueta; el crepúsculo lucha por asomarse entre los edificios que rodean el parque y la temperatura ya ha bajado. En el camino de vuelta, intentas colorear la realidad a partir de la música que escuchas: todas las personas miran hacia el suelo, y las ojeras que esquiva tu mirada son acreedoras de un trabajo extenuante, cuando en los auriculares suena Purple Rain; ahora la gente está feliz y se dirige sonriente hacia una fiesta clandestina o una ilusionante primera cita, cuando canta de fondo Nathy Peluso. El estado de ánimo de las multitudes que te rodean, y el tuyo propio, dispuesto a cambiar al compás de una canción: ojalá fuera tan fácil. Llegas a casa, preparas un té y dejas que la luz tenue y un folio en blanco sean testigos de una jornada más; en ese momento —esta vez sí—, empiezas a escribir: “Los primeros días, la madera grafiteada…”.