El imaginario español asocia la Cuaresma con actos personales de penitencia. Recuerdo un artículo de hace muchos años, quizá de Evaristo Acevedo, que relataba con gracia la parábola del creyente que dejaba de fumar durante esa época del año. Murió ya en la Pascua, como también otro buen amigo, que preguntó por él al llegar al Cielo. San Pedro le explicó que estaba en el purgatorio, penando la culpa de haber hecho imposible la vida de su mujer durante la Cuaresma… Hoy sabría, como recordó el papa Francisco hace unas semanas, el carácter social, solidario, de las manifestaciones externas de la vida cristiana.

La realidad del sacrificio está presente en casi todas las religiones. A veces, no se trata sólo de adorar al Todopoderoso, reconociendo que la humanidad está en sus manos. Puede coexistir con un deseo de aplacar la posible ira de los dioses ante los errores terrenos. Cuando san Pablo escribe a los de Corinto que ha venido a ser peripsema, basura del mundo, desecho de todos, algunos exégetas relacionan estas expresiones con una costumbre de ciertas ciudades griegas: ante una desgracia o calamidad pública, un ciudadano se prestaba, tras vivir a lo grande durante un período de tiempo, a ser sacrificado a los dioses como víctima expiatoria, para librar a la población de aquellos males dramáticos.

No es el caso de la religión cristiana, que contempla a Dios como Padre, misericors et miserator, según términos de la Sagrada Escritura repetidos en la liturgia durante la Cuaresma. Hasta 43 veces aparecen en las conocidas Concordancias, sin contar las innumerables referencias a misereor o misericordia.

José Morales Martín