“Se crea, con la denominación de «Sociedad Estatal de Participaciones Industriales», una Sociedad Estatal de las recogidas en el artículo 6.1 b) del texto refundido de la Ley General Presupuestaria, aprobado por el Real Decreto legislativo 1091/1988, de 23 de septiembre”.

Con estas palabras que anteceden, parca selección que constituye el inicio del artículo 9 de una norma jurídica de creación mucho más excelsa, la España de 1995 asistía al alumbramiento por Real Decreto Ley 5/1995, de 16 de junio, de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) con ulterior bautizo oficiado el 10 de enero de 1996 por la Ley 5/1996 de Creación de determinadas Entidades de Derecho Público. Aguardaba entonces el paso del testigo de la gestión de las participaciones empresariales de titularidad pública desde las manos ajadas de un Instituto Nacional de Industria (INI) que había exhalado sus últimos estertores, a los lozanos brazos de la neonata SEPI, que encontraba su adjetivación como empresa de Derecho público y, por tanto, sometida al ordenamiento jurídico privado, en convivencia con la regulación pública de alguno de sus espacios, como la que deriva de la mentada Ley general Presupuestaria.

La SEPI, que desde entonces ha vivido lo suficiente como para brincar el parapeto del cuarto de siglo, vio en 2020 malograda la celebración de su aniversario por la venida de ese invitado execrable que llegó sin ser convidado para extender lo ominoso de su fuerza sobre la práctica totalidad del contorno terrestre y convertir en aciagas muchas otras fiestas… El COVID-19 tronchó nuestras certidumbres más troncales y la SEPI acabó soportando el endoso, vía Consejo Gestor, de la responsabilidad de administración del Fondo de Apoyo a la Solvencia de Empresas Estratégicas (en adelante “Fondo”), abocado al préstamo de rescate de aquellas empresas no financieras, que atravesaran severas dificultades de carácter temporal a consecuencia de la pandemia del COVID-19 y que, en todo caso, revistiesen la condición de estratégicas para el tejido productivo nacional o regional, entre otros motivos, por su sensible impacto social y económico, su relevancia para la seguridad, la salud de las personas, las infraestructuras, las comunicaciones o su contribución al buen funcionamiento de los mercados.

El Fondo, con antelación al análisis que el signo de su aplicación práctica demanda, requiere el cuestionamiento del hecho mismo de su existencia: y es que cabe preguntarnos si el capitalismo que los liberales defendemos no acaba resultando la permuta de las objeciones blandidas con ardida fe por sus acérrimos objetores, si desacomplejadamente este modelo auspicia la vacunación con dinero público de las achacosas personas jurídicas privadas. La contestación, inapelablemente en mayúsculas, debe ser NO, toda vez que justamente el liberalismo ruge profusamente contra la perpetración de este tipo de comportamientos acostumbrados del Estado, que con despótica lógica define el destino de nuestro dinero. El liberalismo, no nos llevemos a engaño, lejos de jalear la reiteración de estas prácticas como creen predecir los detractores, da un golpe en la mesa para sacarnos del ensimismamiento de lo cotidiano que todo lo normaliza con objeto de que lo que prevalezca sea el consenso de que no es tolerable que las empresas, aquellas que individualmente se enriquecen cuando los tiempos son benévolos con los lucros, después sean colectivamente rescatadas. Y es que el capitalismo, señores, se fundamenta en la privatización de las ganancias, pero también, consecuentemente, de las pérdidas.

La SEPI y el Fondo, acometidos los rescates a Air Europa y Duro Felguera, han saltado en estos días a la palestra de lo notorio con velada importancia que trae sin duda causa en los grandes movimientos tectónicos acaecidos en el panorama político reciente. En lo que nos ocupa, 53 millones de euros de dinero público con cargo al tan nombrado Fondo de Solvencia han sido insuflados en estos días a la aerolínea Plus Ultra y procede cuestionarse ahora si ésta es acreedora de los condicionantes necesarios para la recepción del préstamo. Primeramente, en lo que respecta a si constituye la compañía una empresa estratégica, la lectura de datos públicamente accesibles arroja para desazón y sonrojo la incómoda verdad de que su actividad supone menos del 1% del tráfico aéreo español y, en consecuencia, se erige como promotora de una serie de vuelos mínimos anuales que podrían ser perfectamente asumidos por la competencia en caso de una futurible quiebra. Por otra banda, en cuanto a si podemos imputar a ese invitado execrable la indeseable situación crematística que la aerolínea atraviesa, de nuevo informaciones públicas permiten conocer que desde la creación de Plus Ultra, allá por 2011, jamás ha arrojado ésta ni un solo ejercicio con beneficios, por lo que, lógicamente, la inviabilidad de su existencia hunde sus raíces en el origen y no en la calamidad del momento presente.

El por qué del rescate con el dinero de todos de una empresa privada que, a todas luces, huye del cumplimiento de las exigencias formales para su ayuda debemos encomendarlo a la bienaventuranza de las conjeturas, como aquella que con suspicacia adivina extrañas asociaciones entre los controladores de la mayor parte del capital social de Plus Ultra, empresarios venezolanos afines al chavismo como Rodolfo José Reyes Rojas, con el actual Gobierno de España. Pero esto, reitero, solo son conjeturas etéreas y lo que prevalece con berroqueño peso es la intuición de una chanza perpetrada a nuestras espaldas.

Quizás no parezcan ahora tan delirantes e insolentes las voces que desde el liberalismo claman, por el bien de todos, la tendencia hacia un Estado más apretado, menos acaparador de una riqueza colectiva que con taimada maña encamina hacia inciertos destinos. Gobierne quien gobierne: el estraperlo es consensuado.