Existen dos robles centenarios en el pueblo de Calabor: el roble del Mallado de cima y el roble de las Malladichas. Ambos en antiguas majadas, como cabía esperar, pues las majadas, como lugar de sesteo y recogimiento de los rebaños necesitaban de grandes árboles que le dieran sombra en verano. Con alrededor de 8 metros de perímetro, los dos árboles tienen, al menos, una edad de 450 años, lo cual significa que ya estaban allí cuando Cervantes escribió el Quijote y desde luego, también, cuando Rosalía de Castro escribió su poema Los robles, lamentándose del hacha implacable que convirtió los bosques y selvas en «áridas lomas que ostentan / deformes y negras / sus hondas cisuras».

La principal singularidad de estos robles radica en su envergadura pero también por ser parte del escasísimo listado de robles monumentales que se conservan en la Sierra de la Culebra, un espacio natural que históricamente sufrió la esquilma de sus bosques primigenios para abrir grandes claros para el pastoreo o simplemente para avivar el fuego de sus abundantes herrerías. No cabe duda que incluso siendo un paisaje agreste y muy castigado por la acción humana, las montañas que rodean Calabor configuran un hábitat de extraordinaria riqueza, pero la diferencia con lo que fue y pudo seguir siendo se hace evidente con la existencia de estos robles.

En el caso del roble del Mallado de cima, podríamos añadir una evidente peculiaridad: el estar situado sobre un montículo de piedras de grandes dimensiones, no siendo el único montículo que podemos encontrar en los alrededores. El árbol parece haber nacido allí, sobre las piedras, lo cual añade un grado de misterio no solo al árbol sino también al lugar. El porqué de las piedras es incierto y merecería una investigación por la relación que pudiera existir entre ellas y el pasado histórico y minero-metalúrgico de Calabor. Parece documentada la existencia de una ceca en Calabor en tiempos de los visigodos, siendo muy probable la adscripción de esta fábrica de monedas al reino suevo.

Dos robles que son como hitos solitarios y en cierta forma sagrados -sus ramas nunca fueron podadas voluntariamente- y que piden a gritos su inclusión en el catálogo de árboles singulares

Particularidades llenas de incertidumbre en un paisaje que fue y sigue siendo frontera en sí mismo, como lugar al límite y al mismo tiempo al margen. A las puertas de Portugal pero también de España, según se mire. Galaico y leonés lingüísticamente, pero desposeído en el presente de cualquier rémora que obstaculice la absorción por el castellano. Con una profunda relación con las aguas termales que surgen del subsuelo, y que en el siglo XIX le dieron a la localidad un merecido prestigio, pero sin el actual reconocimiento que todavía merece.

Dos robles que son como hitos solitarios y en cierta forma sagrados -sus ramas nunca fueron podadas voluntariamente- y que piden a gritos su inclusión en el catálogo de árboles singulares, para de esta forma reafirmar los valores ambientales y culturales de uno de los rincones más apartados y solitarios de la Península Ibérica. De una belleza que todavía está por descubrir.