En un pasado reciente, en el que cualquiera de nosotros sabía tanto de macrovirus como de despejar la X en una ecuación de segundo grado, se cotilleaba que la hija mayor de los actores Angelina Jolie y Brad Pitt, se vestía como un Kurt Cobain redivivo.

Y la única causa posible, a ojo de buen cubero o de alguien que se perdió en la ruta del bakalao y aún no ha sido para encontrar el camino de vuelta, era que se trataba de una niña trans. Es decir, un niño atrapado en el cuerpo de una niña.

A nadie se le ocurrió pensar que Shiloh Pitt-Jolie se vestía como el cantante de Nirvana tan sólo porque le daba la gana. De hecho, la hoy adolescente, y otrora niña supuestamente trans que ya no lo es, se ha convertido por pura lógica del mercado en la imagen de varias firmas de alta costura.

El primer concierto al que fui en mi vida tuvo lugar en la plaza de toros de Zamora. Tocaban unos por entonces desconocidos Barricada, más Rosendo que acababa de dejar Leño, y los Panzer como cabezas de cartel. Yo tenía doce años y unos padres maravillosos que sufrieron el rechazo del resto de la familia, pero cómo dejáis que la niña se vista así, y que pese a todo me dejaron asistir ataviada con mi camiseta de Iron Maiden.

Mis padres no eran celebridades multimillonarias, sino unos catedráticos de instituto que entendían que el desarrollo físico, emocional y cognitivo de un niño atraviesa por infinitas etapas. Por lo que nunca se plantearon si su hija era una niña trans, una niña inter o la reencarnación del mismísimo Jim Morrison. Ya me gustaría, ya.

Eran los primeros años ochenta, y España gozaba de una libertad hoy desaparecida en aras de esta tiranía del pensamiento único y de un consumismo esquizofrénico basado en el todo se puede comprar y vender. Todo, desde un lote de ovejas merinas negras, hasta una Consejería en Murcia o un cambio de sexo.

Qué ley inexorable del universo dictamina que una niña está obligada a jugar con una muñeca Barbie o que Falete no puede combinar el color de su laca de uñas con el del mantón de manila

A cuentas de la Ley Trans que se proyecta aprobar en el Congreso, seguro que una niña como la que fui yo, una niña con genitales internos, como todas las niñas, pero que se negaba por sistema a vivir y a consumir en color rosa, sólo porque así lo ordena y manda el Mercado, hoy hubiera acabado hormonada hasta las trancas. Hasta sacar al niño que supuestamente llevaba dentro. O en la consulta de un psiquiatra, explicándole qué trauma freudiano me había llevado a sustituir un disco de Enrique y Ana por otro de Janis Joplin.

El orador, historiador y político romano, Cornelio Tácito, dejó escrito para la posteridad, que cuantas más leyes necesita promulgar una república, mayor es su grado de corrupción. No necesitamos una Ley Trans ni una Ley Black Sabbath. Lo que hay que hacer es simplemente dejar que los niños sean niños, sólo niños y nada más que niños.

Hay que dejar que vivan sus infantiles vidas ajenos a si son trans, masterschefs junior o la nueva doña Concha Piquer. Y que puedan hacerlo en rosa, en azul y en toda la gama de colores de la escala Pantone. Con independencia de si sus genitales son internos o externos. Sin que ningún profeta iluminado les venda la moto de que el ajedrez es propio de niños y la natación sincronizada, de niñas.

Porque, qué ley inexorable del universo dictamina que una niña está obligada a jugar con una muñeca Barbie o que Falete no puede combinar el color de su laca de uñas con el del mantón de manila. La fisiología, esa rama de la biología que estudia los órganos en los seres vivos y su funcionamiento, seguro que no.

En una sociedad sana, por mucho que manden los mercados y todos obedezcamos, no debería de haber nada exclusivo en materia de sexos. Nada, a excepción claro está del ballet clásico. Y es que, con toda probabilidad un Sergei Polunin sin mallas y con tutú transformaría El Lago de los Cisnes en La Alberca de los Patos.

(*) Ganadera y escritora