La pandemia del COVID-19 ha causado la muerte de muchos mayores, traumatizado al conjunto de la sociedad y tomado como rehenes a los más jóvenes que, a mayores, cargan con el estigma de ser el segmento de población que extiende los contagios con su comportamiento irresponsable. Toda generalización falsea la realidad y la única certeza es que los jóvenes se enfrentan a un mundo muy distinto del que soñaban hace tan solo un año, radicalmente diferente al de la generación sus padres. Cualquier mediodía, frente a la Casa Betania de Cáritas, en pleno casco histórico de Zamora, una fila de personas, aparentemente despistadas, se congrega para tener acceso a un plato de comida caliente. Han cruzado una línea, la de la exclusión social, que se ha vuelto tan estrecha como indiscriminada. Entre las caras que buscan el anonimato bajo la mascarilla la media de edad baja cada día. Los más jóvenes vuelven el rostro, avergonzados de una situación en la que el bochorno está mal repartido: lo sufren las víctimas y apenas sonroja a los responsables de este largo calvario sanitario y económico.

“Un muerto es una tragedia, un millón de muertes sólo una estadística”. A la frase del sanguinario Stalin no se le puede negar la vigencia. Nos hemos acostumbrado a contar diariamente por cientos los muertos de una pandemia en la que el estupor ha dado paso a la costumbre. Lo siguiente será acostumbrarnos a ese manto de pobreza que extirpa cualquier esperanza de futuro, volverle la cara a una realidad que se cuenta también en números: solo en Zamora hay cerca de 16.000 personas sin empleo efectivo, entre oficialmente desempleados y quienes permanecen bajo la espada de Damocles de un ERTE, que sigue pendiente pese al alivio en las restricciones en sectores como la hostelería. Miles de hogares sin recursos porque las ayudas son escasas y llegan tarde en contraste con la velocidad de la propaganda administrativa. Miles de personas que no quieren otra ayuda más que la de contar con un empleo que asegure su porvenir y el de sus hijos.

Por primera vez en décadas hay toda una generación que, de no girar los acontecimientos a tiempo, romperá la máxima que se ha ido heredando como tendencia natural: cada padre anhelaba la mejora económica y social de sus hijos. Ese propósito, junto a las medidas de la enseñanza obligatoria y gratuita, permitieron que la Universidad dejara de ser únicamente patrimonio de los más pudientes, y con ello se extendió la preparación y cualificación hasta llegar a los que ahora terminan en Bachillerato o sus estudios universitarios. Paradójicamente, la generación mejor preparada tiene ante sí menos oportunidades, a priori, que sus padres. Licenciados y cualificados profesionales forman nichos de empleo precario, lejos de su nivel de preparación, más aún, de la independencia de la casa familiar. El propio Ministerio de Educación reconocía esta semana en un estudio el repunte del grupo de “ninis”. Uno de cada siete jóvenes en Castilla y León ni estudia ni trabaja. El incremento de esa tasa en un solo año, el de la pandemia, está ligado al del desempleo, que se ceba con los grupos de menor edad y con las mujeres, retrasando, en este último caso, el de por sí abrupto camino hacia la igualdad.

Vamos en camino opuesto a modelos de éxito demostrado como el anglosajón, donde universidad y empresa caminan de la mano

“Nos quisisteis tanto que nos hicisteis débiles”, escribía semanas atrás la autora Victoria Trigo, en alusión a esa sobreprotección hacia nuestros descendientes que parecía haberse convertido en parte del ADN familiar en las últimas décadas, hasta hacer creer a todos estos jóvenes que el estado de bienestar alcanzado era una herencia dada, una suerte vitalicia en lugar del resultado de arduas conquistas en generaciones anteriores. Esos jóvenes ahora intentan lidiar con una frustración sobrevenida, en el mejor de los casos. No es esa la única causa que puede limitar su capacidad de resiliciencia. Se quejaba con razón, hace unos días, el consejero de Economía de la Junta de Castilla y León, Carlos Fernández-Carriedo, de la escasez de cualificación entre muchos trabajadores de la región. Una comunidad que obtiene excelentes informes PISA y que cuenta con varias universidades, entre ellas la más antigua de España y la tercera del mundo, Salamanca, a la que pertenece el campus zamorano. Cabe preguntarse adónde va a parar el talento formado a costa del esfuerzo de las familias y del erario público. La respuesta ya es sabida: más allá de nuestras fronteras y, sobre todo, más allá de las fronteras de provincias como Zamora.

La ausencia de una estructura empresarial y laboral, la escasa diversificación y modernización, la falta de apuesta, en definitiva, por la innovación, pasa una terrible factura. En 16 años, la Escuela Politécnica Superior de Zamora, cuyos grados se cuentan entre afamados rankings por la excelencia de sus estudios, ha visto cómo su matriculación se reducía en más del 77%. “Nos quisisteis tanto que nos obligasteis a marcharnos”, podría añadir la escritora abulense. Empujamos a nuestros jóvenes fuera tan pronto como acaba el segundo grado formativo, con unas pruebas de acceso a la enseñanza superior más exigentes que otras comunidades, que no han dado su brazo a torcer para aunar criterios en los exámenes. Esa parte del talento ni siquiera recalará en nuestras universidades y, a ese éxodo, se une después el de los recién titulados. Todos, camino de la gran urbe mientras aquí formábamos en las aulas, pero mostrábamos una incapacidad escandalosa para unificar criterios de formación académica y desarrollo del mercado laboral. Recientemente, una de las empresas que construye su planta en Villabrázaro, Latem Aluminium, la gran esperanza para la zona con sus anunciados 200 puestos de trabajo directos, suscribía un acuerdo de investigación con la Universidad de León. En Zamora una de las especialidades que se imparte es la de Ingeniería de Materiales. Otra oportunidad perdida. La Diputación acaba forjando su parque tecnológico con la Universidad de Braganza. De seguir así, el tan reivindicado Campus Viriato se vaciará de talento. Vamos en camino opuesto a modelos de éxito demostrado como el anglosajón, donde universidad y empresa caminan de la mano.

La pandemia sacude aún más el oscuro panorama de los jóvenes. Como poco, sueños rotos o ilusiones pospuestas. Esos jóvenes que formaban parte de la “fuga de cerebros” a la gran urbe y que, ahora, expresan su desazón con la vuelta a casa forzosa para librarse de alquileres imposibles, de aulas que ya solo existen a través del ordenador, sin la riqueza añadida de la experiencia del mundo universitario. Lo contaban a este diario hace una semana. Muchos han redescubierto sus pueblos, sus pequeñas ciudades. Intentan salir adelante desde aquí, teletrabajando o con proyectos propios. Las fauces de la gran ciudad se revelaron insoportables durante el confinamiento, caras, inhabitables por la sensación de pérdida y la soledad. La experiencia les ha servido para adquirir una nueva perspectiva que “reprograme” los esquemas más vetustos de Zamora. “Madrid ya me lo ha enseñado todo”, resumía una de las jóvenes entrevistadas en un reportaje de LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA, tras relatar los inconvenientes del exilio laboral. Ahora buscan aquí la oportunidad con una apuesta antes desconocida. “Queremos quedarnos, pero nos lo ponen difícil”. Las recetas para allanar el camino se han discutido y estudiado hasta la sociedad, comenzando por la conectividad a Internet. La sociedad zamorana, sus responsables, les deben la oportunidad que no es otra que la del propio futuro de la provincia.