A quien esto leyere y sintiere

De una u otra manera, todos los países tienen un día en el que celebran el comienzo de un año nuevo, lo que supone un momento de alegría, de encuentro con los seres queridos, de recuerdo de los perdidos en el camino y, en todo caso, de múltiples deseos de que las cosas sean mejor, de nuevos proyectos, aunque muchos de ellos sepamos que no son más que burbujas en la copa de champán o cava y que, como ellas, morirán antes del amanecer. Por supuesto, sea un día u otro de enero, febrero, julio, o septiembre, según el calendario sea gregoriano, budista, judío, chino, o musulmán, ese momento es de las grandes promesas con los que nos rodean, pero sobre todo con uno mismo. Promesas que van desde la simpleza de dejar de fumar, o apuntarse a un gimnasio y, por supuesto, paz y amor a mansalva y sin discriminación, como si fuera un maná, hasta la jamás confesada en el brindis de fin de año: quiero ser feliz. Las primeras, sin duda más prosaicas por mucho que las tiñamos de compromiso incluso solidario con el mundo, es más que probable que no se cumplan un año más, y lo sabemos, como lo saben quienes nos rodean y, por lo tanto, poco rubor hay en proclamarlas; pero el ser feliz es más íntimo, tanto que mejor es dejarlo en nuestro interior, máxime si resulta que puede que hasta nos sobren para el empeño quienes levantan la copa con nosotros tras la última campanada; o a lo mejor hasta nos sobramos nosotros mismos tal y como somos hasta ese instante.

En cualquier caso, a medida que el año va trascurriendo, poco nos va quedando de aquel momento de recibir el año nuevo, quizás porque somos ilusamente conscientes de que vendrá otro que será o más de lo mismo, o al menos una oportunidad nueva de brindar por los deseos, aunque sean los mismos de media vida. Pero vendrá, así que tampoco hay prisa, que siempre nos quedará otro año nuevo.

El año pasado la cosa fue más o menos igual hasta que llegó el mes de marzo, que no tocaba en ningún calendario como inicio de año, salvo en el Tíbet y alguna otra zona aún más alejada de nuestro entorno. Y resultó que marzo se convirtió en el summum de la globalización, porque el mundo entero supo que en ese mes se cerraba una forma de vida y se abría otra y para todos y eso sin necesidad de que naciese ningún profeta al que venerar. Solo un virus.

Porque desde el mes de marzo del año pasado el mundo entero incorporó a su cotidianeidad palabras para muchos de significado desconocido: pandemia, coronavirus, PCR, EPI, mascarillas, gel hidroalcohólico, distancia social, cierre perimetral, confinamiento y un largo etcétera, incluso con la acuñación de expresiones como nueva normalidad y hasta el descubrimiento para algunos del campo casi con un paroxismo propio de la idílica representación renacentista del campo frente a la ciudad. Pero el mundo entero también incorporó a su sentir cotidiano el miedo y la muerte.

Ahora que hace un año de aquel marzo, muchas de nuestras referencias están teñidas de lo que hacíamos un día como hoy antes de aquel mes, de lo que íbamos a hacer y hasta soñamos con hacer lo que jamás se nos había pasado por la cabeza, pero que ahora deseamos con la tranquilidad que da el que si al final no los conseguimos siempre podremos echarle la culpa a la pandemia, que no deja de ser un calmante, o al menos un placebo, para la frustración. Así que poco a poco vamos haciendo este año nuevo con un malabarismo entre lo que fue nuestra vida anterior y los condicionantes de la situación, aunque aferrados todavía a que las cosas volverán a ser como antes, eso sí, sin lo que antes nos aburría solemnemente o nos molestaba, de manera que casi sin querer nos hacemos trampas al solitario en una partida en la que nos sentimos protagonistas, pero no jugadores, y así no sé yo si nos acabarán saliendo las cuentas al final.

Cuando nos hayamos convencido de lo irrepetibles, necesarios e insustituibles que somos para nosotros mismos, será la hora de, copa en mano, brindar mientras se escucha de fondo la vieja canción de Bruce Springsteen

Porque es verdad que parece que se va viendo salida a la pandemia con la aparición de las vacunas, pero no es menos cierto que mucho se ha hablado de las consecuencias externas del coronavirus y poco, al menos de momento, de las internas. Todos hemos sufrido las distintas fases de confinamiento y el punto y final llegará cuando se consiga una inmunidad sustancial de la población, así que será cuestión de seguir protegiéndonos y dar tiempo a la ciencia. Pero, ¿y qué pasa con el confinamiento interior, ese que no contagia, o sí, que no afecta a todos, ni pone en peligro la vida de la comunidad?

Los expertos, término este que también se ha puesto de moda este último año, hablan de fatiga pandémica, pero no es de eso de lo que estoy hablando, porque el confinamiento interior no conduce, como define la OMS a esa fatiga, a “la desmotivación para seguir las conductas de protección recomendadas”. No es esto a lo que me refiero. Me refiero a la sensación de que todo lo que tenía que pasar ya ha pasado y que nada nuevo queda por vivir, así que solo queda el sobrevivir, algo así como cuando mi padre decía, y que tanto me enfadaba, eso de que a partir de una edad lo que uno no ha visto se lo imagina. Porque es este confinamiento interior el que puede arrasarnos más que el propio coronavirus.

Y no hay vacuna, pero sí hay algo mucho más a mano y que no tiene contraindicaciones: ser protagonistas y actores de nuestra vida y serlo desde la confianza que da el saberse lo más importante para uno mismo, y con suerte para alguien más, el esperar en cada amanecer una nueva ocasión para ser más lo que queremos ser y con ello más felices y estar dispuestos a jugar, y hasta a jugárnosla; la confianza en que una sonrisa puede más que un día gris y que una palabra puede abrazar más allá del cuerpo, y la seguridad absoluta de que el mundo podría estar sin cada uno de nosotros, pero nosotros no sin nuestro yo más íntimo y vestido de gala para la gran ocasión que es que vivir sea más que respirar.

Cuando nos hayamos convencido de lo irrepetibles, necesarios e insustituibles que somos para nosotros mismos, será la hora de, copa en mano, brindar mientras se escucha de fondo la vieja canción de Bruce Springsteen. Más fuerte que el resto, y continuar en escena representando nuestro mejor papel para que cuando baje el telón podamos decir que ha merecido la pena haber vivido.