Un día de verano, a mediados de agosto, el cielo plomizo anuncia una tormenta estival y la calle tibia y solitaria invita a dar un paseo. Después de comer, echan la siesta las gentes del pueblo y también sus casas: se escucha el ruido de las persianas desgastadas, que se cierran como párpados soñolientos; seguidamente, sólo está el silencio que te gustaría guardar en tus bolsillos para hacer más pequeña la morriña en los días venideros. Caminas con el estómago lleno y sin prisa; el olor a humedad y el aire envolvente marcan el derrotero a seguir para llegar a la masa de agua siempre dispuesta. Allí no hacen falta auriculares que cubran rumores metálicos de fondo, y quizá por eso has dejado el móvil en el sofá. El sonido rítmico y constante que sale de las zapatillas al chocar con las piedras es tu compañero provisional. A la izquierda, petunias blancas y rosas dan color a una fachada de piedras grises y a la derecha un páramo reseco y descolorido implora a las nubes un trueno que lo haga arder —la parcela moribunda está harta de presentar ese aspecto y quiere que el cielo se rompa para convertirse en un puñado de cenizas, al menos una señal de que algo dejó de ser—. A tu alrededor, el amarillo de un campo sin accidentes se entremezcla con el verde minoritario de los cardos y sus diminutas flores moradas. Los perros guardianes custodian el rebaño, pero están lejos y no te han visto ni escuchado, así que continúas, ahora aún más despacio, y los arados y otros útiles agrarios, inmóviles desde hace un tiempo, quedan atrás.

Si el riachuelo no puede recibir cartas, entonces escribiré unas palabras, haré un barco con el folio garabateado y lo soltaré allí cuando vuelva: mis recuerdos serán comida para peces

En el inicio del estrecho sendero, dividido por una línea de hierba seca, los chopos susurran y casi adormecen. Has bajado con amigos otras veces, pero ese día prefieres la compañía de los recuerdos: una hoguera expurgatoria en una noche de San Juan y los abrazos furtivos de aquellos dos; el cielo manchado de estrellas que dejaron de existir, pero cuya luz aún alumbraba las charlas metafísicas y las canciones de un verano; el vino, la Coca Cola y las conversaciones sinceras, acompañadas de aspavientos, que solo podían tener lugar allí. Cuando llegas al río, la llovizna ya ha empapado tu camiseta y empiezas a caminar en dirección contraria al curso del agua, mientras piensas en lo que escribió Unamuno: “¿Qué puede competir con el arroyuelo de nuestra aldea natal, con aquel que bajaba cantando junto a nuestra cuna y brezó nuestros sueños de la infancia?”. Miras hacia abajo y el azul movedizo crea una ilusión óptica, casi un espejismo: intuyes el reflejo de un niño alegre, un joven solitario y las figuras de las otras personas que serás. Levantas la cabeza y lo que ves colma tu imaginación, así que por un instante no piensas ni sientes otra cosa. En ese rincón apartado, lejos del mundo bullanguero, hay estirpes de cigüeñas, restos de historias al calor del fuego, un anciano con una caña de pescar, un horizonte amplio y líneas curvas que se juntan en lontananza hasta desaparecer. Oye, Google, ¿dónde está el Retalsil? “En Palacios del Pan, unnamed road”, dice el buscador. Si el riachuelo no puede recibir cartas, entonces escribiré unas palabras, haré un barco con el folio garabateado y lo soltaré allí cuando vuelva: mis recuerdos serán comida para peces.