Para empezar, quiero definir previamente que con la palabra inglesa que aparece en el encabezado me refiero al acto de pronunciarse sobre cualquier cosa que aparece en el panorama nacional o internacional, a cualquier nivel, sin ton ni son, sin prestar atención entre lo verdadero y lo falso. Las otras expresiones como “mentiras” y “exageraciones” pienso que las entiende todo el mundo. Es lo que se conoce como la posverdad que se define como una “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales y políticas“.

Todo el panorama español está inmerso en estos momentos en esa mediocre realidad que ha sido incrementada con la pandemia que nos agobia a todos. Nadie se libra de ella, aunque no todos la practican con la misma intensidad.

Todo el mundo sabe, especialmente los sociólogos políticos, que cuando se practica estas maneras y actitudes en demasía ya nadie cree a nadie. Se mira para otro lado y se pierde la credibilidad. En este momento nos encontramos. El filósofo y comunicólogo Fernando Buen Abad explica que con la posverdad ya no habría rumores falsos, todo es verdadero mientras sirva para obturar la realidad. Un papel importante para que esto suceda lo juega las múltiples redes sociales que llegan directamente al ciudadano, donde cualquier descerebrado puede colgar su sagrada opinión. También se apoyan en ellas otras estructuras superiores especializadas en lanzar contenidos falsos y distorsionados.

El consumo de la posverdad se usa no solo para los demás, sean ciudadanos despreocupados o desmotivados, sino también para los propios grupos cercanos, con el fin de cohesionar a los suyos. Esto último lo estamos viendo con frecuencia en los líderes políticos del momento que en lugar de hacer una oposición responsable o participar con honestidad en las tareas del gobierne, sea el que fuese, se dedican a dar señales personales a los suyos como diciendo aquí estamos nosotros, los poseedores de la verdad.

Necesitamos que los partidos políticos, sus líderes, y las instituciones no participen en este juego peligroso y eviten tomar atajos fáciles para conseguir réditos que no llevan a ningún sitio y se pueden volver contra ellos mismos

El mejor ejemplo reciente que tenemos sobre todo lo dicho es el caso de Donald Trump, para intentar confundir a sus ciudadanos de que él había sido el ganador de las últimas elecciones presidenciales en EE UU. En el caso del Sr. Trump este proceso se acelera cuando su propio talante, su personalidad y su carácter parecen indicarle que la posibilidad de ser derrotado resulta una quimera. A partir de allí, el discurso presidencial mana una catarata de dudas sobre la fortaleza del sistema institucional empleando la red Twitter. En consecuencia, sus seguidores, entregados a la causa del magnate presidente, se hacen eco y alimentan esa relativización de lo aparentemente claro para todos. Así, construyen y le ponen la corona a la posverdad. Las consecuencias son conocidas por todos, pero aún siguen vivas y amenazantes.

Ante tanta confusión generalizada, es posible que nos acabemos inmunizando y empecemos a oír solo a quienes nos hablan de hechos reconocibles avalados en datos e informes creíbles y no en palabras que se las lleva el viento. Para ello necesitamos que los partidos políticos, sus líderes, y las instituciones no participen en este juego peligroso y eviten tomar atajos fáciles para conseguir réditos que no llevan a ningún sitio y se pueden volver contra ellos mismos. ¿Serán capaces? ¿Seremos capaces de no caer en estos engaños?