Iba el otro día caminando por Valorio, cuando acerté a cruzarme con otro paseante. Un hombre, que portaba un bastón y tenía un ojo a la virulé. Una mancha azulada le cubría parte del rostro. Tenía inflamado el lado izquierdo de la cara. Aunque no llevaba mascarilla resultaba difícil poder identificarle, porque los principales rasgos los tenía deformados. Me saludó, con cierta efusión, como si me conociera de toda la vida. Intenté descifrar quién era. Más que nada, para corresponder a su saludo de la forma mas adecuada al grado de conocimiento que supuestamente nos unía. Pero no hubo manera. De forma que le respondí con una de esas fórmulas neutras que solemos utilizar en esas ocasiones.

Aunque intenté quitármelo de encima de cualquier manera (más que nada porque no me hizo ningún caso cuando le sugerí que se colocara la mascarilla) me resultó imposible poder hacerlo. El tipo se interponía en mi camino dificultándome cualquier maniobra. Dado que su físico superaba al mío por goleada, pensé que lo mejor sería capear el temporal como buenamente pudiera y, en cuanto me fuera posible, tratar de huir por la derecha, como solía hacer Canuto, en aquellos dibujos animados de los “ochenta”, al final de cada capítulo.

En ese bosque no se oyen los ruidos de los coches, ni las voces y trajines de la gente. Lo poco que llega a escucharse, además del canto de los pájaros, queda amansado por la tranquilidad del paraje. Así que decidí irle diciendo que sí a todas las cosas que me iba contando. Sin llevarle la contraria, no fuera a ser que se tratara de un desequilibrado y la emprendiera a garrotazos conmigo. Me llegó a decir que tenía la cara así debido a la libertad de expresión, pues, el día anterior, haciendo uso de ese sacrosanto derecho, le había dicho a su vecino lo que pensaba de él y, por ende, también de determinados miembros de su familia. Y la respuesta había sido esa, un acalorado martilleo en la cara, donde, al parecer, un puño tras otro se habían ido sucediendo con pocas contemplaciones.

Empecé a pensar si al rap agresivo debía dársele forma de poema épico. O parirlo en forma de sonetos o de versos de pie quebrado. Mas que nada, para poder estar a la altura de esa determinada parte de la sociedad

Al parecer, el hombre del bastón había puesto en duda la fidelidad de la mujer del agresor, así como la procedencia de los ingresos que venía obteniendo últimamente. También le había advertido que se anduviera con cuidado, no fuera a ser que, cualquier día de estos llegara a “caerse”, entre comillas, por el hueco de la escalera. Y eso no debió sentarle nada bien a su vecino. De manera que, ni corto, ni perezoso, le sacudió unos cuantos mamporros. Tal reacción cogió por sorpresa a mi interlocutor, pues esperaba que el vecino le ofreciera algún tipo de explicación a lo que le había dicho, e incluso manifestarle su agradecimiento, ya que él lo único que había hecho era decirle lo que pensaba, haciendo uso del derecho que tenía a utilizar la libertad de expresión.

Continuó diciéndome que sabía que la agresión verbal era admitida por la sociedad, especialmente si se hacía a ritmo de rap, esa música afroamericana de los “setenta” que trajeron los portorriqueños a España en los “ochenta”. Estaba convencido que aquella manera de expresarse no conocía límites. No le dio por pensar que él poco tenía que ver con la comunidad afroamericana yanqui, ni tampoco con la puertorriqueña, a no ser por el idioma. Además, no todos los raps son agresivos, pues los hay de muchas clases, entre ellos, funk, pop, instrumentales e incluso poéticos.

Nos encontrábamos muy cerca del monumento a Rodríguez de la Fuente, cuando el hombre de la cara amoratada sacó un pequeño reproductor de música, y me hizo escuchar una canción de un rapero de Transilvania que, al parecer, era un “máquina” en lo suyo. Claro que no me enteré de nada de lo que decía, pues cantar en rumano es lo que tiene, que, aunque, como el nuestro, sea un derivado del latín, suena de otra manera.

El caso es que empecé a interesarme por esa variante de la libertad de expresión. De lo que podría ser ir amenazando a la gente cuando te viniera en gana, o insultándole cuando te pareciera oportuno. Y que tal cosa fuera considerada como una obra de arte. Como algo que llegara a enorgullecer a la cultura. Empecé a pensar si al rap agresivo debía dársele forma de poema épico. O parirlo en forma de sonetos o de versos de pie quebrado. Mas que nada, para poder estar a la altura de esa determinada parte de la sociedad. Porque, hasta hace poco tiempo, los agresores verbales solo actuaban soltando improperios a los árbitros de fútbol, tanto en pequeños, como en grandes estadios. Pero ahora, al parecer, se han abierto otros canales, propiciados por quienes no se sabe bien qué es lo que pretenden.

El caso es que, en un momento determinado, el hombre del bastón y el ojo morado debió desaparecer de mi vista. Justo en el momento en que reparé en ello, se fue de mi pensamiento el afán de dedicar algo de mi tiempo a componer letras ofensivas para ser interpretadas a ritmo de rap agresivo.