Titulaba el viernes el diario El País: “Un cuarto de siglo entre rejas por un crimen que no habían cometido en Nueva York”, acompañando a una información de esas que hielan la sangre y cortan el aliento, relativa a tres hombres cuyas condenas se han anulando veinticinco años después de su entrada en prisión por un juez del distrito de Queens.

Desde antiguo representamos a la justicia con los ojos vendados, una balanza en una mano y la espada en la otra. Para que merezca tal nombre la justicia ha de ser ciega e imparcial, debe ponderar -pesar- los argumentos y pruebas a favor y en contra y, con el poder de la razón y la ley, imponer su dictado con la fuerza de una espada que, en el ámbito penal, puede conllevar la privación de libertad, el más sagrado derecho, junto a la vida, que nos asiste como humanos y civilizados.

Prejuzgar es según el Diccionario panhispánico del español jurídico “dictaminar sobre un particular antes de tiempo o sin la concurrencia de los necesarios elementos de juicio”. En nuestra naturaleza está ínsito el deseo de aventurar el futuro, de ser augures, de especular sobre lo que va a ocurrir en cualquier orden de la vida y en función de ello prejuzgamos, no ciegos e imparciales como la justicia, sino desde nuestra óptica parcial.

En la era de la inmediatez informativa, en la que una noticia llega de un extremo del mundo a otro en décimas de segundo, la competición por tratar de ser el primero o el más espectacular en la presentación de una noticia, hace que se resientan la ecuanimidad, la profundidad en el análisis y, para triunfo del prejuicio, el buen juicio. Lo llamamos la pena de telediario y con frecuencia pesa más y va más allá, que la pena que finalmente impone la justicia. La exposición del supuesto culpable de la realización de presuntos hechos, como si estos ya hubieran sido contrastados de manera irrefutable y el autor sentenciado, sin defensa ni presunción de inocencia. Que desde instancias políticas se incentive, anime o se trate de aprovechar en propio beneficio es aún más obsceno.

No hace falta siquiera remontarse al aforismo que Benjamin Franklin hizo universalmente conocido y que, proveniente del jurista británico Blackstone, postula moralmente que son preferibles cien culpables en la calle a un solo inocente privado de libertad. La justicia es lenta pero, con todos sus defectos, la mejor garantía para nuestra convivencia en paz y en libertad, lejos de la opresión, la arbitrariedad y la tiranía porque consagra como piedras angulares el derecho a la defensa y la exigencia de que se demuestre la culpabilidad, no la inocencia. A veces, pocas como en el caso de Nueva York, yerra. Muchas menos de las que erramos cuando caemos en visiones incompletas, precipitadas o sesgadas.

Alexander Solzhenitsyn, premio Nobel de literatura, víctima y quien mejor desveló al mundo el atroz horror de la injusticia, la prisión y el Gulag comunista, dejó dicho que “precipitación y superficialidad son las enfermedades psíquicas del siglo XX, y más que en cualquier otro lugar, esta enfermedad se refleja en la prensa”. Lo cual -podría haber añadido- no suele ser más que otro reflejo de la sociedad a la que pertenece y de algunos políticos que la rigen.

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