Ha pasado un año. De nada sirve recurrir al manido “cómo pasa el tiempo”, porque le han puesto sordina y frenos. Lentamente pasan los días, los mismos que nos hacen enfrentarnos a situaciones grotescas y extremas en los contextos más cotidianos. Ahí estamos, como si nada pasara, mientras la vida fallida nos arrolla sin piedad alguna. Los relojes no se han parado. Los jóvenes no se percatan de la misma manera, pero el juego sigue en marcha y nos han quitado fichas que nos atenúen los dolores. Las prisas, el estrés agregado, los miedos… Todo bajo la expresión de que todo va bien, porque podría ir peor. Siempre puede ir peor, así que nos conformamos con poco, apenas nada. Retenemos la rabia, las ganas, el deseo.

Rabia, porque sin haber hecho nada mal, se nos castiga una vez más. Tras la crisis del 2009, en la que al parecer nos habíamos gastado el dinero como si tuviéramos un agujero en la mano, se nos echó en cara nuestro despilfarro. La culpa la compartimos de forma solidaria, no como el dinero que supuestamente se disfrutó. Apuntamos una, y callamos. El sistema no ayuda, pero claro, la situación no parece fácil para nadie. Nadie acierta y todos seguimos adelante como si nada. La apuntamos, otra más. Las exigencias aumentan, los riesgos desbordan todas las orillas, en el trabajo, en el hogar, en los hospitales, poco funciona. Normal. Solo podemos apuntarlo si no queremos olvidarlo, pero callando y aplazándolo para mejor momento. Y la rabia pica y rasca y araña y escuece. Ardemos.

Ganas, porque se nos ha cortado la función sin previo aviso. Permanecemos retenidos, sin voluntad de nadie. Contenemos la respiración tras las mascarillas, con los mismos horarios, pero más trabajo. Callando, no fuera que lo que pueda venir nos coja en peor situación que la ya conocida. Y nos quitamos el apósito en los rincones para poder sonreír, para poder respirar y desencajar la mandíbula oxidada. Fuéramos quienes fuéramos, nos recordamos en mejores condiciones y con las ganas por apaciguar, porque los deseos parecen más factibles cuando sabemos que otros los hacen imposibles, porque no dependemos de nosotros para aplacar esas ganas que nos corroen. Ganas que conjugamos en tiempos distintos, pero con terminaciones similares.

Fuéramos quienes fuéramos, nos recordamos en mejores condiciones y con las ganas por apaciguar, porque los deseos parecen más factibles cuando sabemos que otros los hacen imposibles, porque no dependemos de nosotros para aplacar esas ganas que nos corroen

Deseo, porque nos ha entrado la prisa, la urgencia. Tic tac. Tic tac. Llevamos años haciendo el boceto y nos han quitado los plazos. Puede que nunca se fueran a cumplir, pero ahora molesta y araña. Jóvenes todavía, nos queman la rabia y las ganas. No nos queda otra salida que teñirlas de deseo, de anhelo desesperado, no ya de mejores momentos, sino de situaciones plenas, no de abrazos sino de besos con lengua y calores compartidos, no de bailes solitarios sino de comuniones inolvidables. En el pantano de lo imposible se hunden inmaculados los muebles de nuestro imaginario más complejo, repleto de escenas elaboradas. Hemos escogido hasta el aroma y los colores, a los que nos dan la réplica y nos retocan la sonrisa. Nos han otorgado las noches para que pintemos hasta el más mínimo detalle.

Los días son para recordarnos que necesitamos ese refugio para seguir levantándonos y que todo parezca normal. Cada mañana nos quitamos el deseo con el agua de la ducha para disfrazarnos de personas y afrontar la carga proporcional de este sin sentido. Nos escondemos más de lo habitual para no desencajar en el paisaje, aunque ahora hayamos averiguado que las borrascas habitan dentro de muchos más de los que pensábamos hace bien poco. Esos plazos que nos han eliminado hacen mella y duelen. Nos descubrimos descarados, desesperados, tristes pero vivos. Aplacados, casi tememos que alguien se atreva a quitar la espita y que estalle el cóctel de sentimientos contenidos y sin dirección que retenemos, dando muestra de una fuerza descomunal que bien podría mejorar nuestros abdominales. Ejercicio de contención que nos descubre que quizás tengamos más que ofrecer de lo que habíamos olvidado en un rincón de nuestra vida, atenuados por la supuesta falta de un fin, adormilados en la consecución monótona de las estaciones. Ahora las marcamos de cerca y somos más conscientes de todo lo que conllevan, con la necesidad de aplacar los fríos del invierno con el sol que llegará y nos llenará, una vez más, de ganas, de deseo. Rabiosamente.