Todo sistema, por definición, es un conjunto de partes debidamente engarzadas o articuladas. Los sistemas de expresión y comunicación, como las lenguas, también. Esas partes forman unidades mayores que son a su vez partes de otras y así sucesivamente. Un sistema no es más que eso: un conjunto de partes bien engarzadas entre sí. Y las partes se ordenan según unas normas o modos de proceder que desembocan en una sintaxis, un orden de partes que regula cualquier nueva unidad que se produce. Sintaxis en griego quiere decir “con orden”. En el caso de las lenguas, es la parte de la gramática que establece cómo hemos de ordenar las palabras para formar frases, conversaciones, discursos o textos. Por ejemplo el orden más general de “sujeto-verbo-predicado” es una simple fórmula sintáctica.

El respeto al orden prescrito por la sintaxis es valor esencial de todo sistema lingüístico y social. Los sistemas de numeración y operación matemática, por ejemplo, funcionan de tal modo que el número que ponemos al final de una serie o expresión numérica sin decimales indica las unidades, el anterior las decenas y el anterior las centenas. Por eso una cifra formada por tres números (como 142) es la suma de una centena, 4 decenas y dos unidades. En eso consiste la sintaxis de la numeración o, más precisamente, de la expresión numérica escrita. Gracias al rigor de ese orden guardado, la cifra expresa con absoluta precisión la cantidad.

Las cadenas de signos que creamos de ese modo (incluso los matemáticos) se pueden pronunciar también en forma de palabras que pertenecen a un sistema lingüístico de los que llamamos naturales, como el español, el inglés o el francés.

En definitiva, los números y los signos matemáticos forman una lengua (en cierto modo dentro de otra lengua, pero con valor de sistema completo e independiente) algo que podríamos llamar un subsistema o, con el mismo derecho, un suprasistema. Así lo prueba el hecho de que el total del simbolismo matemático es entendible en la escritura por cualquier especialista de esa materia, aunque no hable la lengua del que lo ha escrito.

Por eso es tan importante hablar y tan conveniente hablar bien, que no consiste en saber lingüística, sino en manejar bien lengua y pensamiento

La matemática es la lengua de los números, las cantidades y las magnitudes, es la lengua de los matemáticos lo mismo que el español es la lengua de los españoles, el chino la de los chinos y el griego la de los griegos. Todas ellas son sistemas de signos o unidades que, unas al lado de otras, van formando cadenas de unidades más grandes y complejas mediante las cuales expresamos lo que pensamos, vemos o sentimos. Queremos exteriorizarlo y, mediante la lengua, lo convertimos en mensaje. Un mensaje no es más que una cadena de significante que evocan en nuestra mente significados.

Esas partes o unidades con que construimos las lenguas solemos reconocerlas por sus formas, por eso a su estudio (al estudio de las formas) lo llamamos morfología (= lógica de las formas). Refiriéndonos ahora ya sólo a las lenguas naturales, que son las que nos ocupan, y partiendo de este criterio morfológico, establecemos dos clases de palabras o partes de la oración bien diferenciadas: las variables (nombres, artículos, pronombres y adjetivos) que cambian su forma (mediante desinencias o morfemas) para expresar variaciones de género o número (en los verbos, también de tiempo y persona) e invariables que carecen de esa posibilidad de expresar los llamados accidentes gramaticales con morfemas o desinencias (adverbios, preposiciones, conjunciones e interjecciones).

Con saber eso y poco más, puede ser suficiente para escribir con gracia, acierto y buen estilo, porque lo importante no es la gramática estudiada que sepamos, sino la reflexión personal sobre la lengua que usamos y los modelos de habla o literarios que nos han servido para aprenderla en vivo, oyendo y leyendo con atención.

Cabe aquí el atrevimiento de plantear un asunto que puede ser delicado, pues toca intereses de clase siempre difíciles de tratar: Hay quien estima, no sin razón, que la introducción del estructuralismo, el generativismo y otros “ismos” de carácter filosófico o científico, a veces excesivamente especulativos, han desplazado de su lugar en la enseñanza a la gramática tradicional, que es la que presidió el quehacer de nuestros mejores escritores anteriores a estas corrientes. Quienes piensan así, consideran que no es la teoría lingüística la que hace maestros del buen decir, sino los modelos imitables, la lectura y la recta educación del bien pensar. Consecuentemente, muchos se quejan del desplazamiento que la gramática tradicional ha sufrido en pro de corrientes modernas de dudosa aplicación práctica.

Todo debería estar regido por el mismo sentido común que dirige el razonamiento cuando pensamos. Pero intervienen a veces avatares tan diversos que se hace ley o decisión oficial lo menos conveniente y no se respeta ese razonamiento que se expresa y respeta cuando hablamos para hacernos entender, sino otro muy avieso al servicio de intereses inconfesables.

Desde que el primer ser humano dio el primer grito percatándose de que aquello tenía sentido porque expresaba lo que quería decir y quien lo oía entendía lo que ocurría, sabemos hablar. Construyendo lengua, hemos llegado a la poesía, al teatro, a las ciencias: hemos desarrollado el pensamiento. Por eso es tan importante hablar y tan conveniente hablar bien, que no consiste en saber lingüística, sino en manejar bien lengua y pensamiento.