De los procedimientos aeronáuticos o los sistemas de funcionamiento de las máquinas, los protocolos han saltado a la vida cotidiana del ciudadano, encerrándole entre gruesos barrotes para que no se menee. Si acudes a una oficina pública y te someten a absurdas reglas a la hora de atender tu trámite, el funcionario te advertirá con voz campanuda que hagas el favor de “someterte al protocolo”. Es lo mismo que lo decidido sea descabellado o no tenga pies ni cabeza, porque el deber de acatamiento al protocolo supera hoy esas nimiedades.

Esta dictadura protocolar no conoce ya límites. En medicina, donde su propia evolución como ciencia ha hecho a los niños con fiebre bañarse indistintamente en agua fría o caliente a lo largo de los tiempos, también todo pasa ahora por sujetarse al protocolo, aunque experimente notorios cambios incluso difundidos por los medios. El actor aquél vestido de bata blanca que el gran Manolo Summers situó como gancho en un popular barrio sevillano para vacunar a quien pasara con una estaca en forma de jeringuilla, también decía que inyectaba “por protocolo”, a lo que no había cristiano que no se plegara.

Ante el término “protocolo”, cualquier discusión sobra. Con tonillo de superioridad te lo advierten desde altos profesionales a gentes de mediana autoridad, porque saltárselo es asunto de poca broma. “Duérmete, niño, que viene el protocolo”, dicen ahora los padres a sus chiquillos insomnes.

Jesús Martínez Madrid