Según Spinoza: “¡Querer regular la vida humana por completo mediante leyes es exasperar los defectos en lugar de corregirlos! Lo que no se puede prohibir hay que permitirlo necesariamente, aunque de ello surja a menudo algún daño”.

Prohibirlas solo puede llevar a la revuelta, y más aún cuando las ideas y las palabras expresadas son ciertas. Contribuye pues al interés del Estado no reprimirlas, ya que, citando de nuevo al filósofo portugués:

“Todo hombre goza de independencia plena en materia de pensamiento y de creencias; jamás, de buen grado, renunciará a ese derecho individual…”.

Por consiguiente, sería contraproducente obligar a los miembros de un colectivo público (cuyas opiniones son diversas, incluso opuestas) a adaptar todas sus palabras a los decretos de la autoridad soberana. Es necesario por tanto que el Estado, lejos de prohibir, garantice a los ciudadanos la libertad de creencia y de pensamiento. Y por tanto la libertad de expresión. Teniendo en cuenta siempre determinados límites, y cito de nuevo al filósofo judío:

“Sería también pernicioso concederla en todas las circunstancias”, pues no debe perjudicar a la paz social. Así, aunque es legítimo que todo el mundo pueda expresar públicamente sus opiniones, habrá que hacer «un llamamiento a los recursos del razonamiento» evitando toda forma de artimaña, cólera, u odio que pueda perjudicar la concordia de los ciudadanos.

Gerardo Seisdedos