No sé cómo se enseñaría la historia en otras ciudades, porque, hasta que no llegó la época en la que tuve que salir de Zamora, para continuar mis estudios, no había ido a ninguna parte y, por tanto, no pude ser testigo de ello. El caso es que, aquí, en el Instituto Claudio Moyano, pasada la primera mitad del siglo XX, la enseñanza de la historia de España se interrumpía en el reinado de Alfonso XIII, para volver a aparecer, como si de un río Guadiana se tratara, unos cuantos años más tarde, coincidiendo con el régimen del general Franco. Entre medias, había desaparecido, como por arte de magia, la II República. Eran los tiempos en los que, en cada curso, había dos profesores, que procedían de la “falange”: uno impartiendo clases de “gimnasia” y el otro “Formación del espíritu nacional”; aunque haya que decir, en descargo de ello, que ambas asignaturas eran unas “marías”, de manera que, al que más y al que menos, les pasaban desapercibidas. En literatura sucedía algo similar, pues también desaparecían determinados autores. Así, no se daba muestra de que hubieran existido poetas como Lorca y Miguel Hernández, en detrimento de la exaltación de José María Pemán, defensor a ultranza del régimen, que se presentaba como el no va más de las letras.

Pero no hay que sorprenderse por ello, ya que entonces no existía mucho pudor puesto que imperaba una dictadura y, por tanto, las cosas se hacían así. Los regímenes autoritarios es lo que tienen, que funcionan de esa manera. Así que no tenían necesidad de presentar las cosas con ética, como tampoco asearlas con una determinada estética. Ni siquiera introducir alguna conjetura tratando de justificarlas.

Lo que sí resulta chocante, es que, ahora, en plena democracia, aun pueda seguirse actuando (Tristemente, con demasiada frecuencia) de similares maneras: rayando en lo despótico, y queriendo hacer comulgar a la gente con piedras de molino, cambiando la realidad de los hechos, e incluso la historia. Menos mal que aun no han conseguido extraer lo que nos queda de cerebro, merced a que se respeta, de alguna manera, la libertad de expresión y de pensamiento. Pero, desafortunadamente, no lo suficiente como para garantizar que los pequeños rescoldos de honestidad que aún quedan en el ambiente puedan transmitirse a la gente que trata de huir de lo indecoroso.

Se dice que los partidos se rigen por un “código ético”. Pero la ética está relacionada íntimamente con la moral, y lo cierto es que no se ve la moral por ninguna parte. Ni tan siquiera en lo que se refiere a la ética profesional.

“El arte de fingir, de aparentar otro carácter que el propio, de aparecer diferente a lo que se es, de apasionarse a sangre fría, de decir algo distinto a lo que se piensa, tan naturalmente como si en efecto se lo pensara; y, en fin, el de olvidar el propio lugar para tomar uno ajeno” es un párrafo que parece estar pensado para definir a la clase política. Aunque, realmente, corresponda a un pensamiento de Rousseau, a propósito de los actores de teatro. Y es que quienes nos representan no son sino actores que sueltan cualquier cosa, de cualquier manera. Tal y como se lo han metido con calzador en sus partidos. Y, como quienes los dicen no han pasado por ninguna escuela de arte dramático, pues los sueltan sin convencimiento, importándoles poco el grado de afianzamiento del mensaje.

Es triste que se nos siga ocultando lo que más interesa, y diciéndose lo que no es. Al menos eso es lo que parece. Aunque algunas veces lleguemos a la conclusión que no es exactamente así, sino que, simplemente, es que quienes nos lo dicen no tienen ni pajolera idea de lo que están diciendo. Porque lo mismo nos largan un mensaje diciendo que un determinado partido es peligroso para formar parte del Gobierno, como lo vemos sentado a la diestra del mismísimo presidente. O también, cuando un juez dice que determinada presidenta es inocente en un caso de falsificación de documento público, cuando han sido declaradas culpables una asesora-funcionaria y una profesora, cuyas actuaciones solo han beneficiado a la presidenta absuelta (Poco ha importado degradar el mérito que conlleva la obtención de un título universitario). O que, una jauría humana haya irrumpido, de manera incontrolada, en el Capitolio, haciendo el cabestro, con cuernos incluidos, y trate de justificarse invocando a una pretendida exaltación de la libertad.

Y es que está pasando, como en los tiempos del nefasto Fernando VII, cuando el poder pensaba que la gente era gilipollas y llegaba a creérselo todo, haciéndola comulgar todos los días con piedras de molino. Así ocultaban que la hija del nefasto, la futura reina Isabel II, era una ninfómana – ya que mantenía, a tutiplén, relaciones sexuales con militares, músicos, cantantes y aristócratas – y que, a pesar de ello, la casaron con un homosexual, como Francisco de Asís de Borbón, del que la reina llegó a decir, antes de contraer matrimonio, aquello de “¡No, con Paquita, no!”.

Pues eso, que no hay intención, y parece ser que tampoco muchas ganas, de dar algún brochazo de estética a las actuaciones políticas, ya que la ética ha sido olvidada. No aparecerá ningún trazo de probidad, hasta que los protagonistas lleguen a sincerarse, y se atrevan a decir lo que está pasando. Como ocurrió con la citada reina ninfómana, el día que le dijo a Alfonso XII “Hijo mío, la única sangre Borbón que corre por tus venas es la mía”. Solo así se recuperaría un poco de la credibilidad que se nos va escurriendo del cuerpo.