Mientras la imagen que abre todos los telediarios sea la de contenedores en llamas y los cristales de los escaparates rotos a pedradas, sospecho que las tertulias seguirán teorizando sobre conceptos tan abstractos como la “libertad”, la “violencia” y “no violencia”. La mayoría de los medios de opinión están de acuerdo en mandar a los jóvenes alborotadores de vuelta a sus casas, con lo cual, la sociedad se vería aliviada de los problemas que les causan a los, que después de una jornada de duro trabajo, desean volver a sus casas paseando tranquilamente por la acera de su calle y su derecho a ser protegido por el Estado. Parece que de repente ha surgido un grupo importante, que afirma que no habrá una verdadera transformación social y económica si la sociedad no se ve forzada al cambio y que la violencia es el instrumento estratégico para llevar a cabo. “Todo mi apoyo a los jóvenes antifascistas que están pidiendo justicia y libertad de expresión en las calles”. Ese fue el mensaje del portavoz de un partido político por los disturbios que están ocurriendo estos días en las calles de algunas ciudades españolas. En la otra ladera están los que llaman a los alborotadores “antisistema”.

El autor del mensaje, señor Echenique, me ha parecido una ocurrencia que queda bien en un panfleto que acaba en el contenedor de la basura, pero no entiendo cómo funciona su mente para llamarlos “antifascista”. No sé si es mucho pedirle al portavoz que nos explique contra que fascismo están luchando y dónde se refugian los fascistas, porque dentro de los contenedores de la basura incendiados y en los escaparates rotos no han aparecido fascistas sino jóvenes con el producto de sus saqueos debajo del brazo.

Tampoco estaría mal, que los que sin ningún argumento, los denominan antisistema, nos aclararan si el sistema global, que parecen defender, es el ideal para ellos. Pero esas dos posiciones solo se pueden defender en público cuando haya un consenso sobre, que se entiende por “violencia” y “no violencia” y si el lenguaje es un instrumento “violento” en sí mismo o solo lo es cuando las palabras que incitan a la violencia han consumado el hecho que se propone en el mensaje. “Clavarle un piolet en la cabeza a un exministro”, por citar una de las expresiones del tipo al que dicen defender, hablar de simpatía y solidaridad con este personaje es, cuando menos, una frivolidad porque olvidan a los afectados por los disturbios y los saqueos que no tienen nada que ver con el odio que transmite el mensaje de este personaje.

Lo que se discute ahora en todos los medios de comunicación es la violencia del golpe físico entre dos actores enfrentados, los alborotadores y saqueadores, por un lado; y en el otro, un Cuerpo policial sobre el que recaen todo tipo de comentarios y sospechas de una actuación, “acción reacción”, proporcionada o no. Si aceptamos por consenso que quien ostenta el poder del Estado tiene el monopolio de uso de la violencia, parece que debería ser fácil ponerse de acuerdo en este campo, pero lo que estamos observando en Cataluña es que los representantes de las instituciones no dan una respuesta clara ni a la violencia de los actos de pillaje ni a las actuaciones policiales. Una vez más, lo que ocurre en este parte del territorio español, es una guerra semántica, que unas manifestaciones convocadas en nombre de la libertad de expresión, que esa libertad les permite ejercer libremente se tornen violentas. En mi opinión son la consecuencia al uso indebido del lenguaje por parte del poder institucional.

En cuanto a la identificación de la violencia de una manera que resulte clara en la situación política actual es imposible. Primero, porque en Cataluña las Instituciones que representan al Estado, han sido durante mucho tiempo los convocantes de manifestaciones que las hacían con el fin de impedir la libre circulación de los ciudadanos, olvidando intencionadamente sus obligaciones constitucionales, como la propuesta es falsa e injusta no se puede someter a debate público.

En una cosa sí parece existir consenso, en que en Cataluña se dan unas condiciones sociopolíticas más propensas a que las manifestaciones acaben en actos violentos porque quien ostenta el monopolio del poder depende de una adhesión que con frecuencia disfraza la violencia como coerción legal y dependiendo de quién la ejerza