Me gusta el Ejército. Y por ejército no me refiero sólo a la UME que apaga incendios, retira nieve de las carreteras y el año pasado desinfectó las calles de Prado, qué también. Cuando escribo que me gusta el Ejército, lo hago extensible a todo el estamento militar. Incluida la Legión española, que el pasado 2020 celebró su centenario.

Una vez me atreví a pedirle veinticinco pesetas a un legionario de los de antes, de los que daban más miedo que el tío Camuñas. Ya había conseguido cien, así que me hacían falta para un litro de cerveza. Y aquel lejía me las dio con una tierna advertencia, “pero que vea que son para un litro y no para otra cosa, eh, que yo tengo una niña de tu edad”.

Me gusta el Ejército, porque es mi ejército. Mío y del resto de españoles, claro está. El Ejército es de todos. De los que exhiben la banderita tú eres roja banderita tú eres gualda en pulseras, mascarillas y hasta en la sopa, dime de qué presumes y te diré de qué careces, y de los que no. Me gusta el Ejército, a pesar del chat de la discordia, a pesar de que Juanito Makandé suena mucho mejor que Estirpe Imperial, y a pesar de los pesares. Me gusta y ya.

En mi pasado sevillano, aparte de beber litronas, tuve la fortuna de asistir al colegio público Vara de Rey, ubicado dentro del barrio militar que rodeaba la base del Ejército del Aire en Tablada. En una época en la que existía el servicio militar obligatorio, me río aún recordando los recreos en los que nos saltábamos la norma de no abandonar el patio, sólo para correr delante de los reclutas de “La Patrulla”, que daban vueltas con el Land Rover vigilando el barrio y burlarnos de ellos.

También me río recordando al alumno que regresaba del recreo con la cabeza rapada a modo de letra escarlata, significaba que le habían pillado robando un paquete de Gitanitos o de La Pantera Rosa en el economato militar. Ojo por ojo, así nos la devolvían los que estaban haciendo la mili.

Unos años después estudié en el instituto de enseñanza pública Carlos Haya, también dentro del barrio militar. Fue entonces cuando dentro de la cuadrilla de amigos, empezaron a convivir posiciones cercanas a la objeción de conciencia o la insumisión a la mili, junto con la concepción del oficio de militar y Guardia Civil como modo de vida.

Dicen que la adolescencia es una enfermedad rara que termina por curarse. Pero para nosotros nada tenía de raro que un día nos saltásemos las clases para ir a los juzgados a gritar nuestro apoyo al amigo insumiso y al día siguiente asistiéramos todos, todos menos uno, a la jura de bandera de otro.

Y cuando no existía Internet ni Amazon, la base militar de la OTAN en Rota, Cádiz, era el Paraíso en la tierra. Cada verano, después de regresar de sus vacaciones allí, los amigos traían discos de grupos heavys desconocidos o imposibles de conseguir en España ni siquiera de importación.

Fueron unos años mágicos, de los que aún conservo amigos, nietos e hijos de militares de carrera. Amigos junto a los que terminé convertida en el adulto que hoy soy gracias a las infinitas tardes en la cantina de la base, el club de subo (suboficiales) y el de ofis (oficiales). Amigos, a los que llegué a envidiar su vida a lo judío errante. A sus padres les cambiaban de destino, de Canarias a Tablada, de Tablada a Zaragoza, pero una base militar es igual a las siguientes, por lo que la nueva vida no da miedo, siempre es la misma.

Me gusta el ejército, y me gusta Zamora.

Y por eso mismo, Toro, la comarca entera y todos los zamoranos de nacimiento o adopción, nos merecemos la reapertura del campamento militar de Monte la Reina. Administraciones todas, hagan su trabajo y dennos dos alegrías. La económica, más gente a consumir, y la demográfica, más gente.

Esta es una oportunidad de redención incluso para el Ministerio del Reto Demográfico y su patinazo lobero. Porque nada fija tanto la población como un campamento militar. Las bases de Morón y Rota han contribuido más al mestizaje, originando más matrimonios entre marines y andaluces, que ninguna agencia de viajes. Si hasta han creado un nuevo idioma: el englishluz. Goodbye, pisha.

(*) Ganadera y escritora