El drama secular del independentismo catalán no compite en dramaturgia con la acuciante pandemia. En esas condiciones la cita electoral en Cataluña jamás debió celebrarse. Pero se celebró y a los constitucionalistas defensores de la unidad territorial les toca ajo y agua.

En esta España desubicada solo hay cabida para los programas maximalistas. El del separatismo, por un lado, y enfrente el de los nacionalistas españoles que alzan la voz para que se les entienda. El de Vox es un discurso altisonante y ofensivo en casi todos los ámbitos de la vida; contra el independentismo, en cambio, es el único inteligible o que puede parecer útil emocionalmente para combatir el relato viciado y excluyente de los separatistas y sus compañeros de viaje del inframundo antisistema.

Dirán que también está el discurso del PSC. Estaría si no fuera por su modulación criptonacionalista, no del todo seguramente compartida por quienes han decidido votar un mal menor, pero que esconde ya a duras penas las urgencias de un bilateralismo entreguista que pronto se dejará ver con la amnistía a los presos del procés, a quienes algunos piensan que las urnas han indultado; la rebaja de las penas de sedición, por si están interesados en volver a rebelarse contra el Estado, y la descomposición en marcha de una derecha liberal incapaz de entenderse en la defensa de un bien común como son los principios de concordia de la Constitución del 78.

Sánchez siempre ha tenido claro, desde el principio de la legislatura, que ceder en Cataluña a las demandas separatistas significa poder mantenerse en la Moncloa. Si Illa tuviese la oportunidad de gobernar con una reedición del Pacto del Tinell sería mucho más cómoda la defensa de estos intereses particulares con la famosa excusa de “la izquierda progresista”. Pero algunos lugares comunes no es que sean una vulgaridad sino que resultan falsos cuando se insiste en progresismo y nacionalismo a la vez, dos términos igual de incompatibles que “pensamiento y navarro” que dijo Baroja.