Allá por los años 80 el grupo musical Golpes Bajos cantaba aquello de “malos tiempos para la lírica”; y malos son, desde luego, que no seré yo quien lo niegue, máxime cuando tengo quien con cierta frecuencia, y entre risas, eso sí, me dice que me pierdo en las metáforas. Así que, siguiendo el proverbio árabe que reza “Si un hombre te dice que pareces un camello, no le hagas caso; si te lo dicen dos, mírate un espejo”, tomaré buena cuenta antes de proseguir estas líneas.

La verdad es que, sin salir de nuestro país, y dejando las metáforas en un rincón, el asunto no parece poético. Un avión más grande que pequeño se nos cae cada día, eso sí, por la Covid, mientras cenamos, y casi sin mover un músculo nos enteramos de que el ritmo de vacunas se parece poco a lo previsto y que algunos se han colado en el turno como si se tratase de la fila del autobús, que el miedo tiene su aquel, como la poca vergüenza; tampoco nos disparata que un vicepresidente de gobierno diga que representa a una democracia de mala calidad y que el presidente, responsable de cada uno de los miembros de su gobierno, calle como un muerto, bueno, como nosotros, incluso cuando nos enteramos de que los mismos partidos que sostienen al gobierno de la nación pactan para no pactar, curioso, en Cataluña con el partido del gobierno; vamos, que aquí sí, pero allí, no. Pero bueno, nadie dijo que la coherencia no estuviera también en pandemia. Y nada, sin inmutarnos oímos al presidente del principal partido de la oposición decir que cuando era portavoz de su partido en la pamplina de referéndum separatista del 1-O él no estaba de acuerdo con nadie y por eso no dijo nada, como si ese fuese su papel de portavoz. Y ya puestos en este vodevil macabro contemplamos a los que se manifiestan negando que haya un virus, y eso que alguno de ellos ya va cayendo, y hasta quienes culpan de todo, virus incluido, a los judíos.

Y pocos oídos ponemos a las, cierto es también, pocas palabras que se dicen de una crisis económica sin parangón en las últimas décadas, y escuchamos lo de salvar la hostelería y la restauración mientras la cultura se cae a trozos y en los colegios se hace más patente la vieja canción de Serrat de niño, eso no se dice, eso no se hace y, sobre todo, eso no se toca. Y poco parece preocuparnos un sector primario que en estos tiempos tan poco poéticos nos asegura cada día el alimento, como si fuera evidente la evidencia de que tenía que ser así, aun cuando sus condiciones de vida hayan empeorado considerablemente. A ellos no se nos ha ocurrido aplaudirlos, aunque mejor sería que contribuyésemos a un precio justo.

Puede ser que nos cansásemos de aplaudir a los sanitarios, aunque nos pasemos por el arco del triunfo sus recomendaciones, y nos parece curioso que el metro y los demás trasportes públicos parezcan sititos blindados contra el contagio sin necesidad de distancias ni desinfecciones, y tan contentos leemos la propaganda de desinfección de estos trasportes que, curiosidades de la vida, chorrean suciedad en sus cristales y asientos; eso sí, suciedad desinfectada, por lo visto.

Con este panorama, poco espacio queda para imaginar la soledad de los solos, de los que siempre lo estuvieron incluso cuando estaban acompañados, ni de los amantes que no se ven, ni de los que jamás llegarán ni a ser amantes, ni tan siquiera amigos, ni de los que se van carcomiendo por dentro en ese silencio que no hace prisioneros, ni mucho menos imaginar a aquellos que sufren el miedo de tener miedo, la tristeza de ni siquiera ser capaces de tener pena de la pena y el vacío de no por no querer no querer nada, mientras sienten que hasta su sombra no va a la par.

Y si alzamos la vista fuera de las fronteras, baste con ver que, a pesar de aquella canción We are the World, hoy aún son más los países de África que no han recibido ni una sola vacuna, ni una, mientras en los países desarrollados estamos en una especie de lonja de la vida y la muerte comprando vacunas. Así que de lo demás, mejor ni hablamos.

Es verdad que no todos estamos en esta especie de silencio de los corderos mirándonos nuestro ombligo, pero también lo es que no damos abasto para tanta devastación acompañada de tanto disparate sostenido en el tiempo y sin tiempo de final. Y quizás sea precisamente ese final tan incierto el que produzca todo ese cúmulo de frustraciones interiores, sobre todo para aquellos que cumplen con los dictados frente a la pandemia, incluso cuando estos rozan el esperpento, y que contemplan el espectáculo que se deriva de esta situación con la estupefacción del señor Josef K en El proceso de Kafka.

Puestas así las cosas, cuando hasta soñar se ha puesto muy caro, a lo mejor resulta que ahora más que nunca hace falta un espacio para la lírica, que no es tanto hacer poemas bellos como sentir la realidad, pese a todos sus tonos grises, en la belleza y colorido que engendra seguir teniendo ilusiones, ganas de vivir; sentir el placer de perderse en unos ojos, aunque sean lo único que veamos de un rostro, mientras pensamos en una sonrisa embozada; recibir el amanecer sintiéndolo una ocasión para ser más uno mismo mientras disfrutamos de las cosas pequeñas, de un detalle, un gesto, tan efímero que se nos graba para siempre, o el leve roce de una mano que te cuenta camino a tu lado. Y pensar que vendrán tiempos mejores, pero que hasta entonces con estos mimbres habremos de tejer el cesto de nuestro día a día y más nos vale que seamos capaces de escribir las notas de nuestra canción y bailarla y cantarla cada día si no queremos ser como el cisne entonando solo el canto que anuncia su muerte.