De las cosas menos importantes en esta vida el fútbol es la más importante, en opinión mancomunada de Jorge Valdano y Arrigo Sacchi. Lo mismo puede predicarse de la política, que hoy viene a ser una variante del balompié en la que los hinchas militan a muerte con su partido, como los futboleros con su equipo. No hay más que ver la pasión –muy reducida en votos, eso sí– que este fin de semana despertaron las elecciones en el viejo Condado de Cataluña. Los analistas que ejercen la teología de las urnas han dejado aparte al coronavirus para centrarse en diseccionar el resultado del encuentro. Que si han ganado los partidarios de la independencia, que si el ministro Illa fue el más votado, que si Vox sube, que si Casado está en las penúltimas y que si la abuela fuma.

Al igual que en el fútbol, lo más interesante es el postpartido. Es entonces cuando se analizan las jugadas y se distribuyen puntuaciones entre los entrenadores que mejor estrategia han desplegado sobre el campo. El ritual exige la elección del jugador de la jornada –que en Cataluña aún no está claro– y un pronóstico sobre la incidencia del partido electoral en el resultado final de la Liga.

Solo esas actividades de orden pasional pueden resistir a una situación angustiosa como la que ha instalado la pandemia en todo el mundo desde hace un año. Por asombroso que parezca, aún hay gente capaz de interesarse y hasta desvivirse por unas elecciones en estas circunstancias, según ilustra el caso de Cataluña. Y no hará falta recordar que el fútbol –aunque sea sin gente en la grada– sigue despertando el mismo interés de siempre entre su multitudinaria parroquia.

Será que estas aficiones constituyen una evasión, y por tanto un alivio, a las gravísimas consecuencias que el Sars-Cov-2 está acarreando a tantas personas en todo el planeta. Y particularmente en España, país donde el virus de la política y el fútbol (valga la redundancia) afecta de manera singular a la población desde hace muchos años.

Quizá llevase razón Eduardo Galeano cuando dijo que uno puede cambiar de pareja, de partido o de religión; pero nunca de equipo de fútbol. Debe de ser anecdótico, desde luego, el número de hinchas que se han pasado del Madrid al Barça, del Deportivo al Celta o del Betis al Sevilla; y viceversa.

Tampoco ha de ser habitual, al menos en España, que un fan de la derecha se pase a la izquierda o lo contrario. Otra cosa son los votantes no especialmente interesados en esas pendencias partidarias, que cambian con naturalidad de papeleta en función de cómo se comporte el Gobierno. Felizmente, estos últimos parecen ser amplia mayoría.

El problema –y la ventaja– de los forofos es que nada ni nadie consigue alterar su pasión por el equipo o partido del que se sienten devotos. Aunque el cielo caiga sobre sus cabezas en forma de desempleo y ruina del negocio, difícilmente bajará la atención que prestan a los resultados de la jornada de fútbol o a los de las elecciones.

No deja de ser una ventaja, ya se dijo. Mientras uno goza y padece con la marcha de su equipo o la de su partido, bien podrá olvidarse por unos días de la epidemia que parece no tener fin. Lo malo, como recordaba Monterroso en su brevísimo cuento, es que cuando el partido y la elección terminen, el monstruo seguirá ahí.