La lengua es una planta frondosa que cada generación debe cultivar cuidadosamente, mimar y hacer crecer en lo posible, para entregarla a la siguiente generación en iguales o mejores condiciones que la recibió. Es esta una imagen inspirada en nuestra experiencia hortelana o jardinera con la que se refleja claramente el celo y amor que una lengua necesita para crecer al calor de los seres humanos que la utilizan y disfrutan. Esto, dicho así en tono de principio general, parece un deber indudable, pero plantea muchos interrogantes teóricos y prácticos que iremos analizando a medida que vayan surgiendo.

Por lo que digo y por cómo lo digo, se deduce que me refiero especialmente a la lengua hablada, que es la versión más pura y genuina del uso lingüístico y la que nos permite expresar en el día a día todos los sentimientos, opiniones y experiencias a que da origen nuestra relación con los demás y con todo lo que nos rodea. Por la lengua interiorizamos el mundo que captamos y por la lengua expresamos (echamos hacia fuera, cuando hablamos) todo lo que bulle dentro de nosotros, fundamentalmente en nuestra cabeza y en nuestro corazón, órganos en los que consideramos que reside todo lo que sentimos y razonamos y adquiere forma concreta en la lengua mediante los continuos actos de habla que producimos. Hablando, ponemos a veces el dedo en la llaga, porque formulamos, en modo que se ve y se entiende, inquietudes tan arraigadas que, cuando las decimos, para bien o para mal, llegan, incluso, a remover nuestras entrañas.

Profundizando un poquito, solo un poquito, pero lo suficiente para el primer día, podíamos preguntarnos por qué decimos “poner el dedo en la llaga”. ¿Hay acaso alguna “herida que restañar”? Estas dos expresiones se hallan en mi repertorio desde niño porque desde niño las oí en boca de los mayores y las cosas, a base de oírlas una y otra vez, se aprenden. Así se enriquecen las lenguas en general y así se enriquece la lengua de cualquier hablante: oyendo y repitiendo hasta integrar en el repertorio personal lo que hemos oído y nos ha parecido digno de figurar en nuestro diccionario particular.

Pero, si lo que oímos es reiterativo, aburrido, monótono, siempre lo mismo… por mucho que oigamos, no aprendemos más. La lengua tiene que formar parte de nuestro afán de coleccionista que aprecia cada pieza nueva y bella como algo de valor. Ahí está el quid, en tener esa ilusión acaparadora que enriquece nuestro pensamiento, nuestra experiencia y nuestra expresión. Consiste en eso, en ver con curiosidad y coleccionar con entusiasmo todo lo que nos ofrecen los que hablan con riqueza para, de ese modo, enriquecernos también nosotros por el trato diario con los que hablan bien.

No se trata de fabricar pedantes. ¡Ni mucho menos! Se trata de colaborar honradamente en el disfrute de un patrimonio común, procurando, entre tanto, conservarlo, mantenerlo por el uso y sacarle brillo con el roce de nuestras mentes, que han de ser, en ese sentido, la mejor gamuza para ese fin.

Hemos utilizado en esta breve exposición dos expresiones que, sin ser nada especialmente extraño, tienen un cierto y especial valor expresivo. Los lectores de entre treinta y cincuenta años, habrán entendido las expresiones porque, las tienen suficientemente oídas y los de más de cincuenta las habrán utilizado con mayor o menor profusión. Eso quiere decir que la lengua se desgasta y cambia. Lo que tenemos que valorar es si en ese desgaste y cambio gana brillo y eficacia o lo pierde. Si se logra lo uno estaremos de enhorabuena, si lo otro, tendremos que hacer algo para no depauperar nuestra expresión porque ella es fuente de nuestra capacidad de comprender y saber. Es opinión bastante generalizada que en este aspecto estamos perdiendo calidad, pero parece que esa sensación se ha tenido siempre y, si fuera cierto que la lengua se depaupera a pasos agigantados, a estas alturas tendríamos una lengua que, hablando en términos vulgares, “no habría por dónde cogerla”. Tal vez en el habla se aprecia con claridad esa situación, pero quedan y surgen día a día magníficos cultivadores literarios que mantienen las esencias en todo su valor y creatividad y eso es indicador de que no hay que preocuparse especialmente por esa aparente depauperación. Siempre ha habido alarmistas que han llamado la atención sobre ello y, precisamente yo, me he hecho eco de ello en alguno de mis trabajos de observación. En ese papel sigo en cierto modo en este momento, papel libre y conscientemente elegido por mí para ver si mis llamadas de atención puedan servir de algo a alguien y, especialmente, a ese magnífico patrimonio que llamamos lengua castellana o española.

Poner el dedo en la llaga es sacar a relucir lo que más daño causa o referirse a lo que es origen de algún mal. Y esa es mi pretensión pedagógica en esta nueva andadura en la prensa: llamar la atención sobre lo más feo y mal dicho para ver si, poniendo el dedo en la llaga, restañamos heridas a nuestra muy preciada lengua española.

No voy a perderme en minucias. Más que reprochar defectos con afán perfeccionista, procuraré buscar la belleza que nos ofrece y la precisión alcanzable para disfrutar, y disfrutar juntos, esa preciosa herencia que hemos recibido de nuestros mayores, en agradecimiento y honor a ellos que nos la enseñaron.