José Ramón Onega López fue el segundo gobernador civil de la transición zamorana, educado, culto, entrañable, buena persona, y, en su disciplinado servicio público, siempre respetuoso con la autoridad, lo que le ponía en un brete, para defender las que en algún momento pudieron ser sus sinceras convicciones respecto de la UCD provincial.

Jurista y gallego, que ante preguntas embarazosas respondía: “... De una parte qué quieras que te diga y de otra tú ya me entiendes...”, José Ramón, conseguiría con el tiempo, su dedicación, su educación, y su competencia, ser uno de los pocos gobernadores civiles que sobrevivió a la llegada del poder socialista e incluso llegar a la Dirección General de Política Interior con el nuevo gobierno del PP. Todo un ejemplo de “savoir faire”.

El 23 de febrero de 1981, era en Zamora un día absolutamente normal, se producía la votación para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, Víctor Carrascal, diputado por Zamora y secretario del Congreso leía desde el pupitre los nombres de los diputados, cuando se oyeron ruidos, Víctor pregunta: “¿Qué pasa? Después ya se sabe... En Zamora José Ramón Ónega gobernador, entonces, con casi todo el poder, pues aún no había autonomía regional plena, convoca a los delegados ministeriales, acudo por el MOPU. El gobernador intenta contactar con el teniente coronel de la Guardia Civil Ramón Rodríguez-Medel Carmona, familia de militares que llegaría a general y hoy fallecido, pero en un primer momento no lo consigue, aumenta el nerviosismo.

Al final, en Zamora, el 23 F no pasó de ser un susto y unas horas de nerviosismo, pero la investidura de Calvo Sotelo tuvo profundas y duraderas consecuencias en el rumbo político zamorano. Calvo Sotelo nombra ministro de Obras Publicas a Luis Ortiz. Al parecer eran amigos o conocidos, debido, entre otras circunstancias, a que el padre de Luis Ortiz había sido subsecretario en el Ministerio de Educación con el ministro Ibáñez Martín, suegro de Calvo Sotelo.

En Zamora siempre se ha suspirado por las Obras Públicas y sus protagonistas y sus ministros han sido muy considerados: Requejo que hizo el famoso puente del Pino con la Duro Felguera a principios de siglo para unir Aliste y Sayago, José María Cid, que impulsó el edificio de Correos o D. Federico Silva, que inició los accesos a Galicia y acabo con el tormento de las Portillas del Padornelo y de la Canda, y del que se decía que iba a hacer puentes, incluso aunque no hubiera río. Incluso el ingeniero Echanove, colaborador de Orbegozo en los Saltos del Duero, llego a alcalde de Zamora. Siempre fueron bien acogidos los políticos que podían traer el regalo de la gran obra pública, en una tierra que piensa ilusamente que su desarrollo vendrá por las obras públicas que le hagan desde fuera.

Luis Ortiz, abogado, inspector del Timbre, no tenía provincia electoral, había sido presidente de la UCD en Madrid, donde estaba difícil por la concentración de pesos pesados, y teniendo familia zamorana, decide ir por Zamora.

La fracción “suarista” de la UCD zamorana pareció dispuesta a que Luis Ortiz fuera presidente de la UCD provincial, por los beneficios que le reportaría a la provincia el tener un ministro de Obras Públicas. El gobernador hubiera sido magnífico número uno de una UCD zamorana integrada y eficaz, tarea a la que José Ramón Ónega dedicó buenos esfuerzos, pero no pudo ser y Ortiz acabó siendo presidente de una UCD dividida de la que se escindiría el CDS.

Las elecciones de octubre de 1982 penalizaron aquellas formas de estar en la política. En aquella época y todavía en la actual, no funcionaba un sistema que, ojalá funcione en el futuro y que pudiera valorar verdaderamente la capacidad de entregarse al bien público que tienen los políticos, con olvido de sus ambiciones personales; el día que haya algún método capaz de medir objetivamente la “generosidad social”, competencia, humanidad y prioridad del bien común sobre la ambición personal de los dedicados a la política, su aplicación sanearía la clase política, y daría luz para que los ciudadanos valorasen los auténticos perfiles personales de los políticos, y si eso ocurriera, entonces José Ramón Ónega, se habría gabado el cielo.