Eran las 7 de la tarde y mediados de diciembre; las postrimerías del otoño despedían el día más corto del año y daban la bienvenida a la noche más larga en un pequeño barrio de la capital madrileña. Salí a dar un paseo y entré en un bar. En los fluorescentes ensombrecidos y con alguna letra de menos se intuía el nombre: CFE FRTNA.

–Buenas tardes, Roberto. ¿Lo de siempre? — me dijo Emilio, el dueño del local. Era la quinta o sexta vez que iba y ya me decía que si lo de siempre. Me pareció bien.

–Eso es. Descafeinado de máquina con leche templada.

A mi derecha, en el fondo del bar, veía a un señor con las ojeras marcadas, frente grande y pelo entrecano que le nacía en la mitad de la cabeza. Tendría unos 65 años y creo que se llamaba Alonso. La barra estaba construida en forma de cuadro; enfrente estaba sentado un joven, que respiraba sofocado después de dejar un macuto grande y amarillo en el suelo. A juzgar por las conversaciones que estos dos habían mantenido los otros días, debían de conocerse bastante bien. Entró en el bar una señora muy elegante, con la cara perfilada, un vestido amplio, un moño perfectamente recogido y unos guantes largos de antelina, similares a los de Audrey Hepburn. Así era como la imaginaba Alonso cuando había ingerido demasiado alcohol y pensaba en las películas de su juventud. Realmente, vestía una camisa con americana, tenía el pelo ligeramente despeinado y despedía un olor en el que se mezclaba el tabaco con algún perfume caro.

–Hola, Maite. ¿Lo de siempre?

–Sí, por favor. Con sacarina— contestó. Su tono firme y confiado me hizo pensar que ella sí había ido por allí más de cinco o seis veces.

Después, Maite le preguntó a Alonso (así se llamaba, sí) que qué tal iba la semana y este le contestó que más o menos bien, tirando. Ella aseguró que estaba deseando poner fin al 2020 y que ojalá el 2021 trajera más calma y menos horas de oficina. Estuvieron hablando un rato de sus ocupaciones mientras yo disimulaba gracias al periódico del día, sin mirar hacia ellos. Si no entendí mal, ella era una abogada de una gran firma y estaba a punto de llegar al primer puesto del escalafón; él, un funcionario jubilado y diletante que tenía una conversación agradable. Cuando se le acabaron las palabras, miraron al otro lado y Alonso se dirigió a Jaime:

–¿Qué tal van los repartos?— dijo, a la vez que hacía un gesto con la cabeza para señalar el macuto amarillo.

–A ver si hago dos más y termino por hoy.

El joven le respondió dos o tres preguntas más y en todas ellas hacía referencia de una manera directa o indirecta a la incomodidad de su situación actual y se lamentaba por haber elegido mal la carrera que había estudiado. «Si lo llego a saber…» era el leitmotiv de su discurso. Perdí la cuenta de las veces que lo repitió. Maite asentía porque se sentía igual: extenuada, harta de jornadas agotadoras y con la cabeza en los escenarios que pudieron ser y al final no. Alonso, abrumado por el aire pesimista que lo rodeaba, les dio la razón a su manera: «Reformulando la frase de Orwell, cabría decir que todos los animales son precarios, pero unos más precarios que otros».

El anciano parlanchín pidió otro “sol y sombra” y a partir de entonces, empezó a abrir y cerrar los ojos de manera flemática, como en cámara lenta. Ese era el gesto que adoptaba cuando estaba a punto de empezar con sus charlas metafísicas. El segundo día que vine al bar, Maite lo había interrumpido para preguntarle que por qué no escribía un libro con todas esas ideas. “Decía Pessoa que él escribía para disminuir la fiebre de sentir y yo… entre esto —en ese momento había alzado la copa— y la medicación, ni siento ni padezco. Además, a mi me pones delante de un folio en blanco y adiós a esta espontaneidad. Nada nada…”, le había contestado el exfuncionario.

Noche cerrada. Llego a casa, cambio los nombres de las personas que estaban en el bar (y el del propio bar) y envío el escrito al director de uno de los periódicos con los que trabajo —sí, soy freelance—. Me llama uno de ellos: “Roberto, ¿esto qué es?”. Le contesto que lo que él quiera: un reportaje, un artículo, una columna. Me dice que no, que no es verosímil una conversación así entre un rider, un anciano nebuloso —pobre Alonso, pensé— y una abogada harta de su trabajo. En fin, ya estamos con la verosimilitud. Me acuerdo de Gógol y secuestro una de sus citas que hago pasar por mía: “Cosas como esas ocurren en este mundo… no muy a menudo, pero ocurren”. Me cuelga el teléfono.