Me piden escriba para festejar el centenario del nacimiento de Waldo Santos García, a quién conocí pero no traté, y al que tampoco sabría cómo bautizar, aunque me inclino por el muy obvio de poeta, de ahí que el título de este artículo se adorne con la luminosa palabra de otro, Ángel González, que (creo) le viene al pelo. Me consta que del aprieto no he de salir bien parado, a pesar de contar con la complicidad de su hermano Javier – un modesto imitador de Funes el memorioso - sin lugar a dudas su más autorizado biógrafo y fiel admirador.

La historia de Ubaldo – lo del hipocorístico germánico “Waldo” se lo colocaron en el título del examen de grado y debió de sentirse a gusto con él - empieza en una patria y un hogar pobre: “me nacieron en Castronuevo”, un sitio ni mejor ni peor que otros, aunque la humilde cuna del hijo de Rafael y Quintina, nada tenía que ver con la de Leopoldo Alas, “Clarín”, cuarto vástago nada menos que del gobernador civil de la provincia, que es sabido lo afirmó con cierto desdén de su Zamora natal. En aquel pueblo de polvo y tierra vivió una infancia de luz, ilusión y esperanza, pero dura - “crecí como terrón sin agua” -, porque del jornal de su padre, sastre y sacristán, era poco menos que imposible alimentar a una prole de ocho hijos.

Siendo Ubaldo el mayor de los varones y de natural despierto, se convino darle estudios en el seminario; clavo ardiendo al que se agarraron muchas familias para sentar una boca menos a la mesa, y ofrecer de paso un futuro mejor a sus hijos, sin que importase demasiado su opinión, experimento que dio tan buenos como malos curas. Diez años cursó aquí latines, filosofía, teología… pero renunció a vestir sotana. Por entonces, con veinte años cumplidos, los desencuentros con una vocación impuesta y con los dogmáticos representantes de la jerárquica Jerusalén terrena eran ya demasiados para el temperamento disidente que le acompañó toda su vida. Este desencuentro fue el primero de otros muchos que conformaron una atrabiliaria existencia hecha a “trompazo limpio, dando y, sobre todo, recibiendo”. Colgados los hábitos lo de volver al pueblo se le antojaba una derrota, además de que nada le ofrecía el puro terrón.

Empezó a partir de entonces un agitado deambular que le llevó primero a trabajar en Sindicatos, en donde conoció a la que habría de ser su mujer, Lola; más tarde en la Compañía de Abastecimientos y Transportes, donde logra plaza tras una sonada oposición, tenazmente librada contra las caciquiles fuerzas locales; y de aquí, al desaparecer Abastos, en el Instituto Nacional de Estadística. Culo de mal asiento, su efímero periplo de chupatintas, que nunca le satisfizo, le llevó más tarde a opositar a Prisiones, ganando plaza y destino en la cárcel Modelo de Barcelona, y a Mutualidades Laborales. Entre medias se matricula por libre en Derecho, con una beca de la Diputación Provincial, aunque no termina. Fueron años difíciles: “pase miedo, hambre, penuria. Sobre todo penuria”. Uno se lo imagina encarnado en Martín, el personaje de “La Colmena”, de Cela, zarandeado por la fortuna y siempre a la intemperie. Sin embargo, poco a poco la vida, sin dejar su aspereza, se vuelve más amable. Gana más dinero, y su familia puede ayudarle cuando el Instituto Nacional de Colonización les adjudica una pequeña parcela de labor, de la que llegan legumbres, patatas, hortalizas…, de manera que las penas con pan se hacen más llevaderas. El espejismo de una vida mejor para todos en la capital le lleva a traérselos a Zamora, sueño que asimismo se tuerce, aunque ofrece una oportunidad al hermano pequeño, que podrá con su ayuda y sacrificio estudiar.

En medio de esa rapsodia de empleos y ocupaciones, hubo un hueco para más cosas: dar clase en el Corazón de María, y cursar a ratos Filosofía y Letras. Entre sueños y dolores vive también momentos dulces, los que le proporciona el consuelo de la lectura y el afán de comunicar todo cuanto sabe, que vuelca con torrencial pasión en los Cursillos de Cristiandad, en donde ocasión hubo en la que estuvo a punto de salir a hombros. Cuando se casa con aquella chica que un día se cruzó en su camino en el sindicato vertical, afloja el brujulear, que no su inquietud, pues se impone el sosiego a que obliga el tener que alimentar una familia numerosa. Lo hace echando mano de sus estudios de Derecho que le permiten ejercer de procurador de los tribunales, a la postre su profesión más estable, y de la que se ganará el pan.

No fue la suya una carrera brillante, ni jalonada de éxitos, antes bien su obsesivo afán por buscar su destino en las estrellas, le deparó una clientela de pobres y desheredados, de manera que sus minutas fueron las del sastre del Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo. Si a esto unimos su notorio desapego por el dinero, no es de extrañar que casi siempre estuviese a dos velas. Asoma aquí su medular anarquía, posiblemente el rasgo más relevante de su personalidad. Un anarquismo para entendernos más doctrinal que práctico (se jactó de serlo, pero no de los de tirar bombas), pues nunca le sedujo la militancia política, ni sus impostados cantos de sirena.

Su perfil quijotesco le llevó a luchar contra un mundo regido por el gobierno dictatorial de las estrellas (León Felipe), sin éxito: “Me han vencido casi siempre”. Despreció la tiranía de la ignorancia, renegando de “los dogmáticos, los seguros, los perfectos, los déspotas …”; también del Orden, sí con mayúsculas. Por el contrario bendijo la individualidad creadora de Quevedo, San Agustín, Teresa de Jesús y San Pablo. Sublimó sus derrotas – “fracasé, tuve esa suerte” – que terminaron por modelar su prometeica forma de ser, sin más pretensión que ser hombre, un hombre humilde del pueblo, del suyo, pues no tuvo más patria que la tierra seca y arisca de Castronuevo.

La suerte se le mostró esquiva, y nunca vio cumplido su deseo de alcanzar “una estrella, siempre lejana, fría, tentadora”. Bohemio de provincias (boina, capa y clavel) nunca transigió ni le gustó convivir con el cinismo. No dejó más testamento que su descarnada poesía, reflejo de un existir atribulado: “Mil veces rehecho y mil veces maltrecho”. Y aunque es difícil abarcar la polisemia del personaje, fue teólogo – se licenció ya casado –, filósofo estoico-cristiano, idealista-solipsista, poeta… en fin alondra y terrón, que un día de diciembre de 2004 voló para ganar la luz. Seguro que allí estará porfiando con el Gran Padre Dios.