Un día, como es hoy, de enero pero de 1934, nacía en el número 51 de la calle de Santa Clara Claudio Rodríguez. Quienes tuvimos la suerte de tratarlo coincidimos en señalar su gran humanidad y su ingente estatura de poeta. El Claudio que yo conocí era deslumbrante y luminoso: espontáneo y sencillo, como un niño; pero oscuro y profundo como quien sale del dolor. Esa asombrosa alianza entre gracia y gravedad estaba en el centro de su vida y está en el centro de su obra. No se sabe cómo, pero hay hombres capaces de aliar la sabiduría y la inocencia, y Claudio era sin duda uno de ellos.

De él, que también vivió y ahora yace junto al Duero, bien podrían decirse las palabras que escribió sobre Eugenio de Luelmo. Porque, a su lado, muchos hemos sentido que “para esa propagación inmensa del que ama floja es la sangre nuestra”, y nos hemos visto asediados por el “gran peligro de su ternura”. Claudio era un hombre que desprendía proximidad e irradiaba alegría, un hombre que sabía que solo el amor eleva a los seres al horizonte de la dignidad, un hombre capaz de transformar la vecindad en compañía.

Pero era, sobre todo, un poeta; un poeta de la raza de Rilke, Rimbaud o Kavafis. Como la poeta portuguesa Sophia de Mello, descubrió el poema antes de conocer la literatura. Porque en él poesía y vida son una misma cosa. Casi desde niño sintió el pulso del mundo, el latido inmenso de la vida, y trató de llevarlo a la palabra. Seguro estoy de que Claudio suscribiría esta afirmación de Sophia de Mello: “La poesía es mi explicación con el universo, mi convivencia con las cosas, mi participación en lo real, mi encuentro con las voces y las imágenes. Por eso el poema no habla de una vida ideal, sino de una vida concreta”. Y esa vida concreta, con todo su esplendor y todo su misterio, cristaliza en una poesía tan aérea y, sin embargo, tan pegada a la tierra como la de Claudio Rodríguez. Lo que nos dice su poesía, desde el entusiasmo exultante de Don de la ebriedad hasta la serenidad meditativa de Casi una leyenda, es que esta vida y este mundo concretos son la patria del ser. Y que este mundo y esta vida están recorridos por una alegría esencial, que se manifiesta en el rubor vivo de las cosas, en su materia deslumbrada. Para Claudio lo sagrado nace de lo material. Lo divino está en nosotros y en el mundo. Brota de la espuma, de lo que a sí misma se dice el agua, de la majestad y el esplendor de las cosas. Y las propias cosas están como interiormente iluminadas por una sonrisa y una claridad que habita en ellas. Esa lección de luz y alegría quiere mostrarnos la felicidad de lo real, y lo hace mediante una palabra de ardiente exactitud en la que decir es ver, y el ver asciende a contemplar.

No sé el lugar que ocupa Claudio Rodríguez en la literatura española. Sí sé el que ocupa en mi espíritu y en mi corazón. Y con eso me basta. Dicen los libros de texto que Claudio murió el 22 de julio de 1999. Pero a mí su muerte aún no me ha alcanzado. Sigue muy vivo en mi recuerdo y más vivo aún en sus versos. Por eso me atrevo a decir: “Felicidades, Claudio, en tu 87 cumpleaños. Y que cumplas muchos más”.

Miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez