Yo fui testigo de una pequeña parte de una generación que quería quedarse en Zamora. En Zamora éramos un grupo de más o menos jóvenes que, cuando se decía que si queríamos llegar a algo en la vida había que irse fuera -y por eso todos se marchaban- ¡hala! nosotros queríamos quedarnos.

Acababa de pasar por nuestros pueblos el desarrollismo de los sesenta de la dictadura franquista con sus polos de desarrollo que, unidos a la mecanización del campo, llevó a los habitantes de los pueblos a marcharse: un fenómeno llamado “éxodo rural” que transformó a jornaleros y trabajadores artesanales de oficios en obreros cualificados de las fábricas de las ciudades industrializadas. Se cerraron las casas que al principio se mantenían en pie porque volvían durante el verano, pero que acabaron arroñándose cuando el desarrollismo turístico les llevó a cambiar las vacaciones de “sol y pueblo” y merienda en el río, por las de “sol y playa” y apartamento en Benidorm.

En el pueblo donde me nacieron (Villada, en la tierra de campos de Palencia), volvían rodeados de una aureola de éxito los que habían emigrado a la Fasa de Valladolid y ahora tenían un seiscientos donde cabíamos toda la chuiguitería que entonces era bastante numerosa, no como ahora. Ese seiscientos donde nos apretujábamos los chiguitos para dar una vuelta con el orgulloso conductor de fuera, acabó siendo la meta de lo que queríamos ser de mayores: triunfadores sobre ruedas de la ciudad, en lugar de gañanes fracasados.

En ciudades pequeñas como Zamora pasaba lo mismo, aunque a falta de tantos destripaterrones como había en los pueblos, los que se marchaban eran los que tenían estudios y aprobaban las oposiciones de funcionarios, que eran destinados a donde sus antecesores habían emigrado y fijado su residencia. Recuerdo esa generación de maestros que encontraron trabajo en Bilbao, Barcelona, Madrid y hasta en Andalucía (huelga decir que no se había inventado el estado de las autonomías). Al principio se iban de interinos, y más tarde con la oposición ya aprobada. Esos maestros y maestras se reunían en las Casas de Zamora, o en sus propias casas que ofrecían como hospedaje gratis a los docentes que recién acabados sus estudios no tenían más remedio que seguir su misma trayectoria para ganarse la vida lejos de Zamora. Algunos funcionarios volvieron con el paso de los años; muchos no, sobre todo porque pensaban que sus hijos tenían más posibilidades en la tierra que les había acogido cuando en la suya se les negaba. Algunos llegaron a ser algo, como nos decían nuestros mayores; a todos los conocemos como zamoranos de la diáspora y hasta se les ve cargando de cruz y caperuz en la primavera.

Pero quedábamos algunas personas locas, soñadoras, resistentes, utópicas y románticas -y lo que ahora llamarían “negacionistas” de la realidad- que pensábamos que no era posible que se fuera todo el mundo. Y aunque no se habían inventado los ecologistas, lo que queríamos hacer era lo que se llevaba por entonces: una comuna. Eso que antes que los hippies de Estados Unidos ya había teorizado nuestro paisano Agustín García Calvo en su manifiesto de la comuna antinacionalista zamorana ¡Si es que en Zamora siempre hemos sido muy avanzados!

Las comunas podían ser urbanas -generalmente de las grandes ciudades- o rurales. La que nosotros queríamos hacer era de pueblo, de puchero, como dirían años después en la Vida Moderna de la Ser del comunismo de Guarido. Y los que queríamos cambiar el mundo de base, “desde abajo” como dijeron años después los del 15-M (todo está inventado) nos reuníamos en la taberna de Ventura o en la del Trabanca para planear cómo hacerlo entre jarras de moscatel, cacahuetes y sardinas o agujas de lata (tampoco se había inventado la gastronomía, es evidente).

Vencer al capitalismo y la represión del estado desde la base, o incluso sólo conseguir la vida retirada “del monte en la ladera, de mi mano plantado tengo un huerto”, no era tan fácil. Nos preguntábamos cómo venceríamos al capital si necesitamos el vil metal de las pesetas (no se había inventado el euro) para comprar un terreno (tampoco se había inventado la okupación); qué hacer para conseguir lo que no producíamos o comprar medicinas si caíamos enfermos, o si necesitábamos ir a un hospital del estado explotador; si podíamos comer corderos o gallinas, o sólo explotar un poco su leche y sus huevos, o ser absolutamente vegetarianos (creo que los veganos tampoco se habían inventado). Y la madre del cordero de las preguntas: ¿podíamos hacer el amor todos con todas y viceversa y los hijos serían de toda la tribu, o respetábamos la pareja y la familia tradicionalita? Y llegados aquí, tras la dieta básica de moscatel y cacahuetes, la comuna volvía a quedar pendiente hasta la próxima.

Yo decidí ser maestra de pueblo. Otros abandonaron. Algunos llegaron a hacer una comuna en Flechas o en Santa Cruz de los Cuérragos, que ya por entonces estaban casi despoblados. Como dudaba de mi memoria, acabo de buscar el la hemeroteca de LA OPINIÓN para ratificar lo dicho, y así puedo contar lo que pasó con ellos. Hablando de un pedáneo de estos pueblos, dice la crónica de Chany Sebastián en 2014: “Fue el auténtico salvador de la desaparición de Flechas. Fue a caballo entre los años 60 y 70 del siglo XX, cuando la emigración amenazaba a Flechas y Santa Cruz de los Cuérragos, pueblos a los que llegaron, por 1973, dos comunas de hippies dispuestos a quedarse y a convertir al bonito y acogedor pueblo en su morada para la paz y el amor. Directa e indirectamente le invitaron a irse, pero él, temiendo que destrozaran el pueblo, se quedó y al final los allegados se fueron, dejando como único recuerdo un artesano reloj de sol en una pared”.

Aquellos jóvenes románticos de entonces nos hicimos mayores. Muchos nos fuimos pero la mayoría regresamos porque se mantuvo vivo el compromiso con esta tierra que, mientras discutíamos en las tabernas, algunos siguieron despoblando: por decisiones políticas de desarrollo de mal rollo para Zamora, y por falta de orgullo de lo nuestro y de la forma de vida rural que otros locos de hoy reivindican en las plataformas de defensa del medio rural con su lucha y sus debates que me recuerdan “la taberna, y los compañeros del ayer, donde fuimos juntos tan felices, soñando en el futuro por hacer”.

Contra esa Zamora que se quedaba vacía desde los años sesenta, algunos ofrecimos resistencia. No ganamos, claro; casi nunca ganamos. Pero lo intentamos desde las tabernas (¡ay! siempre añorando tener una sede), desde las comunas; y cuando nos hicimos mayores y algo más pragmáticos, desde el sindicato y desde el partido, sin olvidar las miles de plataformas y coordinadoras que promovíamos o de las que formábamos parte. Lo intentamos, nos fuimos, nos manifestamos, volvimos y aquí estamos, algunos todavía vivos.

De aquel tiempo cuando empezó la despoblación que nos invade, recuerdo algún nombre, muchos sentimientos y nuestras ideas. Resisten. Queda como recuerdo “un artesano reloj de sol en una pared”, que sigue marcando el tiempo de la lucha que se renueva cada día. Y vuelta a discutir entre jarras de cerveza.