Los pueblos y el mundo rural están cambiando mucho más deprisa de lo que la inmensa mayoría de las personas piensa. Por ejemplo, ¿alguna vez imaginaron que los sonidos de las campanas de la iglesia, el canto de un gallo o de las cigarras e incluso los olores de un establo se protegerían? Pues sí, en el país vecino del norte, es decir, Francia, el parlamento acaba de aprobar por unanimidad una ley que protege el patrimonio sensorial. Y todo porque en mayo, en pleno confinamiento, un hombre de la región de Ardech mató al gallo de su vecino porque su cacareo de madrugada le fastidiaba. Aunque pueda parecer un despropósito o una simple anécdota, lo relevante son los argumentos del diputado que ha llevado adelante la iniciativa, Pierre Morel à l`Huisser, que comparto: “Nuestros territorios rurales no son solo paisajes, pertenecen también a ellos los olores y sonidos de las actividades y prácticas que forman parte de nuestro patrimonio”. Por tanto, esta declaración no solo es política sino que va mucho más allá. Veamos.

Defender que un territorio es mucho más que un paisaje significa que cuando alguien sale al campo, a la montaña o a pescar, por poner tres ejemplos muy básicos, no solo se encuentra con arbolitos, riachuelos o águilas dando tumbos por el aire en busca de alimento que llevar a la boca. En esos recorridos, paseos o caminatas, cualquier ciudadano se topará también con animales de dos (espero que nadie se ofenda) y de cuatro patas (vacas, ovejas, burros, caballos, etc.), con construcciones (casas, corrales, iglesias, escuelas, bares, comercios, prostíbulos, bibliotecas, almacenes, serrerías, embalses, vías de comunicación, líneas de alta tensión, parques eólicos, etc.), plantaciones de masas forestales (pinos, eucaliptus, encinas, etc.) y, en definitiva, con una retahíla de elementos que nos están hablando. Esos elementos son el resultado de las intervenciones sucesivas que los hombres y las mujeres hemos ido realizando, en un proceso siempre inacabado, sobre un entorno que, con el paso del tiempo, lleva nuestra huella.

Y los olores y sonidos forman parte del paisaje y, en definitiva, de la intrahistoria de un territorio. Porque esos sonidos, sean los cánticos de un gallo, las baladas de las ovejas, los ladridos de un perro como las bocinas de los coches, el traqueteo de los trenes, las sirenas de una ambulancia o los jolgorios que se escuchan en una fiesta popular, son los ecos de sus protagonistas, personas o animales que nos acompañan en la vida cotidiana. Y lo mismo debe decirse de los olores, procedan de una barbacoa, una panadería o un establo de cabras. En definitiva, los territorios, que no dejan de ser los lugares que habitamos y vivimos, deben analizarse a través de sus expresiones culturales (creencias, tradiciones, signos, símbolos, etc.). Y los olores y sonidos forman parte también de esas manifestaciones, aunque a veces disgusten. Por eso es tan importante interpretar correctamente la vida cotidiana de un territorio y, por extensión, el paisaje. Si no se hace, pueden saltar chispas. Como en el caso del gallo francés.