Hay que ganarse la vida, hijo. Cuando tienes dudas, piensas en eso, agachas la cabeza y empujas con ahínco. Madrid, la oposición, los sábados libres. Estás contento porque avanzas rápido en el temario y has conocido a otros que dan contigo los primeros pasos en este monstruo de cemento. Estudias con gusto a lo largo del día y por las noches lees un rato, excepto los viernes. En un artículo de Letras Libres, tropiezas con Nabokov y te sorprende lo que explicaba a sus alumnos en el curso de literatura europea. Compras una de sus obras: Pnin. La imaginación desaforada del ruso y la habilidad impar de que se sirve en sus escritos empiezan a rondar en tu cabeza con frecuencia. La oposición arrecia y te sientes con fuerza para subir decididamente un escalón más. La vida hay que ganársela, ya sabes. La pandemia. Sigues estudiando diligentemente y te dan el premio de la Universidad. Tu familia se alegra y tú con ellos.

Empiezas a escribir para el periódico y colocas las palabras con cuidado para apreciar cada matiz, cada arista. Quieres más tiempo para leer y divagar sobre el papel, pero el derecho reclama su posición indiscutible en tu día a día. Es así. Así tiene que ser. Por un lado, la literalidad del Código Civil y por otro, la literatura de Gógol y Chéjov. Puedes escribir un poema sobre esa falsa dicotomía si te apetece, te dices, ahora deja a un lado las pamplinas y céntrate. Cuando acabes con esto, ya habrá tiempo para lo demás. Y crees que no siempre es así: solo tenía 23 años cuando pasó. No pienses en eso. Acabas con derecho privado y empiezas a estudiar derecho público. Cada vez te manejas con más soltura en los intrincados laberintos del saber jurídico y la destreza técnica que eso requiere te anima a seguir. Por las noches y sin falta, te das cita con algún letraherido: Lessing, Juan Villoro, Irene Solà…

Las dudas otra vez y bregar con el insomnio resulta más complicado en el fatigoso verano madrileño. Por fin, llega el ansiado mes de agosto: unos cuantos días con la familia y un fin de semana en Asturias con los amigos de la carrera. Ellos también opositan y más o menos están igual, así que acunáis vuestros miedos para que se adormezcan y os dais calor los unos a los otros. Vuelta a la rutina. En esos días, has reflexionado detenidamente y cada vez lo ves más más claro.

Hace un par de años, todo era más fácil: las clases de la universidad, un buen desempeño y tú queriendo ser el Harvey Specter español, un Mario Conde pero sin tacha. Un mes en una de esas empresas y dejaste de creer en la patraña de los tiburones y pisar cabezas. No sé cómo acabó la serie americana. Aunque bueno, es cierto que tu curiosidad por las palabras y sus pliegues venía de antes. Estuviste cerca de estudiar filología clásica y te pirraba la etimología de aquellos vocablos —semáforo, entusiasmo… ¿te acuerdas? —. Elegiste derecho por aquello de las salidas y no te ha podido ir mejor, eso es verdad. Pero crees que en potencia eres algo más que un abogado diligente, quizá un escritor de novela o ensayo —¿yo?—. Al principio, compartes esa idea con socarronería, porque no sabes hacerlo de otra forma y te sientes un poco cohibido. “Al final, acabarás escribiendo un libro…”, te dice en la comida familiar. Y crees que el refrán se ha cumplido. Entre broma y broma. Y así, acabas por decírselo de manera firme, con el corazón encabritado, como cuando escribes esto, como cuando le dijiste que las chicas sí y los chicos también.

Le mandas un correo a tu tutor del TFG y te anima y te dice que perseveres y te envía un poemario que acaba de publicar, porque, al igual que tú, cree que los tecnicismos jurídicos son una pequeña espiga en el campo amarillo e inmenso de las palabras. Piensas en otros que estudiaron derecho y al final hincaron la pluma con maestría, como Delibes o Gil de Biedma, y eso te consuela un poco. Se acerca el examen y reflexionas. Calma, déjate vivir. Sí, pero la vida hay que ganársela. Hay que ganarse la vida.