Llegando a cierta edad, suelen decir: “Viaja, haz turismo, disfruta conociendo países nuevos”. Sin embargo, desde los años y un pizco de sabiduría, la respuesta siempre será la misma. Ante la perspectiva de viajar se siente pereza, algo de inquietud y, posiblemente, un ligero barrunto de decepción, pues, de ser sinceros, el mundo acostumbra a quedarse en un aburrido y enojoso déjà vu. Sin embargo, no es menos cierto que esta Zamora retiene, atrapa con sus paisajes, de manera que a veces nuestros horizontes, en la memoria de tardes espléndidas a orillas de un Duero apacible, concluyen allá por Almaraz, en esa frontera a medias selvática del Soto del Obispo, donde el río anuncia intempestivamente el tajo mayor de los Arribes.

Y con esto cualquiera puede quedarse, sobrando como sobra todo lo demás. Quizá mereciera la pena apurar, en un atardecer de fines del estío, la belleza de la Praga sublime de Rilke. Aun así nunca es seguro, siquiera por el temor de que, incluso tan prometedores y mágicos escenarios, al final como el resto desde la presencia de hombres y multitudes, se reduzcan a un enojoso y desilusionante déjà vu. Riesgo que jamás se correrá en esta Zamora mínima, de tener a mano la obra de Rilke para evocar a capricho lugares y paisajes, recreando la fantasía de su luz. A fin de cuentas, como justamente sentenciara el poeta: “La gente, siempre la gente (…), como si eso fuera todo. Por mí, que se vaya al diablo la gente (…) ¿Qué son, dime?, ¿personas, acaso?”.