No fue Filomena la que nos heló la vida

Estos días buena parte de España está aún con la resaca heladora provocada por la tormenta Filomena, nombre que poco tiene que ver con su homónima, la hija del rey ateniense Pandión, que, avatares de la mitología, acabó siendo convertida en ruiseñor, porque, desde luego, pocas ganas de cantar hay.

Pero no ha sido Filomena la que, a pesar de sus gélidas temperaturas, nos ha helado la vida; ha sido algo mucho más diminuto e invisible, un virus que hace casi un año ya nos ha congelado mucho más allá del cuerpo, porque poco a poco nos va helando el alma.

No es que el coronavirus, por mucho que nos resistamos casi de manera heroica intentando defender nuestra antigua forma de vida como los sitiados defienden la posición aun a sabiendas de que el enemigo hará pagar cara la heroicidad, nos vaya poco a poco minando una vida que creíamos poco menos que eterna en su forma de desenvolverse, sino que nos ha puesto al límite de que vivir no sea otra cosa que estar vivo, que no es poco, pero que en poco se parece a estar viviendo.

Cuando allá por el mes de marzo del año pasado, que aún lo sentimos como si fuera ayer, el coronavirus nos confinó de manera severa, cuando los memos dejaron de mandar memes que pronto perdieron la gracia, si es que alguna vez la tuvieron, y se convirtieron en grotescos y ridículos, cuando todavía creíamos que serían quince o veinte días, o unos meses en el peor de los casos, pero que después todo volvería a nuestra normalidad, esa de la que tanta veces renegábamos, pero que añorábamos como a los malos amantes cuando la soledad aprieta; cuando por fin volvimos a eso llamado la nueva normalidad, nos encontramos el frío que provoca no una nevada, sino el que produce el que soñar, tener ilusiones, o deseos se haya convertido en una entelequia.

Porque no nos engañemos. Países y Comunidades con cierres perimetrales, mascarillas que solo dejan a lo ojos la carga de la expresividad, contactos reducidos al círculo de convivientes, otra palabra de moda y poco precisa, pues, ¿a quiénes incluye “con los que comúnmente se vive¨, definición de la RAE?, distancias de seguridad de dos metros y un largo etcétera que nos deja casi solos con nosotros mismos, pues lo demás es jugarse la vida.

Y la vida es la que nos estamos jugando, no solo porque la mortandad es casi de guerra, si no más, sino porque tener ilusiones y sueños se ha puesto excesivamente caro, tanto que hasta cuesta a veces respirar, pues una vida sin sueños, sin ilusiones, ni deseos, todos ellos confinados en las profundidades del alma, poco se diferencia de la vida de cualquier animal o vegetal. Y no es que a ver quién piensa ahora en un viaje, o en una celebración, sino que, si nos ponemos estrictos, y algunas Comunidades ya lo han hecho, nuestro círculo de relación ha de reducirse exclusivamente a quienes convivan con nosotros, que no siempre han de ser ni la mejor compañía, ni mucho menos la exclusiva. Y puestas así las cosas, ¿qué hay de aquellos a los que la pandemia pilló sin convivientes, o en busca de tenerlos? ¿Han de resignarse a la soledad agria de ni siquiera soñar en que desaparezca, a la soledad de los olvidados?

Puede parecer una frivolidad con la que está cayendo plantear semejantes preguntas, pero debajo de ellas está la esencia de la vida, porque esta va más allá de lo material para ser, por encima de todo, un ramillete de sensaciones, emociones y sentimientos que van estrechamente ligados a otros, sean amantes o amigos, y si ese ramillete se cercena, como lo cercena el no ser convivientes, sencillamente la vida se hiela, que ya escribió Miguel Hernández aquello de “Tristes hombres/si no mueren de amores”.

Así que habrá que extremar los cuidados, y no solo por el contagio, pero si, de momento, nuestro conviviente perenne, instalado en nuestra vida como ese personaje inoportuno que se cuela en la fiesta y no hay manera de echar, se llama COVID-19 y no queremos que la vida quede sepultada por un manto helado que el sol no será capaz de derretir, o que cuando se deshiele solo queden cuerpos agostados por dentro, clamemos, al menos, aunque sea para los adentros y que nuestra alma no se adormezca para siempre, como el compadre herido del Romance sonámbulo de Lorca, que queremos subir hasta las altas y verdes barandas, que en ellas “retumba el agua”, que es tanto como decir que lo sueños se hacen vida mientras esperan a hacerse realidad.