A pesar de los muchos llamamientos que se han hecho y se seguirán haciendo para que la población actúe con sensatez y sentido común de cara a cuidarse de evitar los contagios, el problema sigue creciendo. La pandemia está aún fuera de control, con demasiados países, dura y fuertemente, afectados por la misma. La aprobación de una serie de vacunas, cuyas tasas de éxitos parecen haber sido ratificadas, ha implicado un nuevo repunte de esperanza. Pero, en estas fechas navideñas, se ha producido un cierto relajamiento social, con lo que antes de que se haya podido atajar la raíz del problema, los indicadores han vuelto a ser extremadamente negativos.

Sin embargo, el reciente gran temor de la ONU, tal y como ya ha advertido el secretario general, Antonio Guterres, no es que las vacunas vayan a llegar a tiempo para salvar este 2021, sino que se conduzca a un acaparamiento de las mismas por parte de los países que sean capaces de gastar más (o endeudarse más), y acaben por dejar sin opciones a los que no pueden competir con ellos. El egoísmo humano es infinito, ya lo sabemos. Y, por desgracia, en un mundo global, los primeros que tienen acceso a los medicamentos son los países que los fabrican, los que cuentan con las industrias farmacéuticas más potentes y, en este caso, los que tienen además las patentes de las vacunas. Será el negocio del siglo, de eso no hay la menor duda, si no se pone remedio al tema. Esta carrera desenfrenada por derrotar al virus a nivel privado se ha denominado “nacionalismo de vacunas”. Aquí el interés de los gobiernos es salvar los muebles, presentarse ante su opinión pública como la que ha ganado esta guerra infernal, sin pensar en el resto. De hecho, esta misma absurda carrera que no ganará nadie, la vivimos, aunque empujada por otros motivos, en España, en esta insana y contraproducente rivalidad entre el Gobierno central y las autonomías. Sobre el papel, el hecho de que la pandemia sea global debería conducir a que todos los países se ayuden, colaboren y adopten estrategias comunes y coordinadas para apagar los brotes y singularidades del Covid-19.

El primer brote se dio en Wuhan y a partir de ahí explosionó a lo largo y ancho del planeta de forma irrefrenable. El apagar el foco de un incendio está bien, pero cuando hay tantos a la vez, no sirve si este prosigue activo en otras partes. Su capacidad de mutación y de propagación es tal que ningún territorio se puede encerrar dentro de su propia burbuja sin el franco temor a que acabe, de nuevo, por afectarle. La misma canciller alemana, Angela Merkel, señaló que las vacunas deben ser un bien “al alcance de toda la humanidad”, pero lo cierto es que los datos no responden a tal afirmación. Los ritmos de contagio y fallecidos, de todas formas, son preocupantes. Gran Bretaña ha decretado a partir del día 7 de enero un confinamiento de diez días. En Israel, ya se ha producido, aunque el índice de vacunación es de los más elevados. EEUU sigue siendo el país en el que más avanzan las estadísticas adversas con un balance de casi doscientos mil muertos, seguido de Brasil, India, México e Italia, donde, además, el número de positivos se está disparando. A pesar de que las primeras patentes se aprobaron en tiempo récord (a tenor de lo que suele ser esta clase de procesos), los ritmos de vacunación no están a la altura de lo prometido. No es culpa de nadie. Hay muchos problemas logísticos que solventar y no es tan sencillo vacunar a millones de personas en pocas semanas. Además, hay cierta desconfianza entre los propios ciudadanos a la hora de recibir el tratamiento. Las noticias de ciertas reacciones negativas, las menos, no han ayudado a evitar el rechazo.

Necesitamos certezas claras y, de momento, es muy difícil que eso pueda darse. En todo caso, por mucha prisa que haya en inmunizar a toda la población mundial y evitar que puedan darse nuevos brotes (hay quien ya habla de que nos encontramos en una tercera ola), gestionar esta tersa realidad y darle su tiempo es la derecha. Ya solo diseñar una estrategia nacional para que la campaña de vacunación comience en los sectores más vulnerables, ancianos y sanitarios, y que vaya abarcando a todos los ciudadanos no es nada sencillo. Y menos cuando la competencia por adquirir partidas de millones de dosis es tan grande. Cada país vela por sus intereses. Los gobiernos, a pesar de lo que diga Merkel, no van a ayudar a sus vecinos más afectados por caballerosidad, todos buscan la solución rápida, aunque cada cual lo haga a su manera y sin tener la absoluta certeza de si eso es posible. Por un lado, es entendible esta confusa situación.

El dichoso Covid-19 es un enemigo formidable y este mundo no estaba preparado para hacerle frente. Y aparte de la cuestión de la salud, está la afección económica, pues las medidas restrictivas han atacado a los medios de subsistencia de millones de personas que a pesar de todo debían salir a la calle a seguir ganándose el pan; otros, no han querido cambiar sus hábitos de vida y se han negado a aceptar que sus fiestas y reuniones están poniendo en grave amenaza a todos… Entre uno y otro polo, el virus ha ido abriéndose paso con ciertos gobiernos (EEUU y Brasil, entre ellos) que no solo han reaccionado tarde y mal, sino que han sido incapaces de entender lo que sucedía. Mal para ellos, peor para el conjunto porque el patógeno, ya se ha visto, no conoce fronteras, ni ricos ni pobres, tan solo contempla víctimas.

Los esfuerzos que se han hecho y se están haciendo por científicos y servicios de sanidad para poner cortafuegos han sido tremendos y encomiables. Y su valor y entrega están ahí, pero, por desgracia, no hay tiempo para el regocijo ni para reconocimiento. Hoy por hoy, queda instar a que los gobiernos actúen con responsabilidad y sensatez, que los chovinismos se dejen a un lado y se propugnen políticas que ayuden a acabar con esta amenaza planetaria. Pero también que cuando se ponga fin a la pandemia estos compromisos sigan activos de cara a los siguientes desafíos que nos aguardan como Humanidad.

(*) Doctor en Historia Contemporánea