La nieve sigue cayendo y ya cubre el último trozo de asfalto de la avenida más concurrida, que acumula gélidos copos donde ayer había motores y ruido. Los adultos ya no recurren a la meteorología para lanzar las tímidas preguntas de cortesía; el clima ocupa su pedestal en las conversaciones, sin ayuda de nadie, y los humanos lo ensalzan desde aquí abajo.

En las cafeterías, algunos hablan con pasmo de la histórica nevada, intentando mostrar una preocupación tímida, leve, aunque sus ojos insinúan que se trata de algo distinto — un placer contenido, una alegría singular —. Los peatones dejan de estar confinados en las aceras y cada uno dibuja su línea de deseo, una senda particular y resbaladiza, gracias a Filomena, que ha convertido las carreteras en pasos de cebra inacabables, en espumosas alfombras blancas. Una timorata quitanieves pide paso y los viandantes se retiran; los copos, sin gran esfuerzo, vuelven a someter al negro del asfalto unos minutos después.

El blanco abrigo que se asienta en los barrios los convierte en lugares más homogéneos, los cubre de una cáscara nívea de efectos igualadores y evanescentes que acabarán esfumándose con el deshielo. En la calle, los mayores se comportan como niños, y los niños como niños de verdad. El bullicio moderado se mezcla con el aullido intermitente de los semáforos, similar al del timbre de los colegios, poniendo de manifiesto que el tiempo de recreo ha comenzado.

Esta vez, en el patio se celebra una gran fiesta de espuma, libre de máquinas, sin límite de aforo ni de edad. Las estatuas de bronce cambian su disfraz y aprovechan la ocasión para engalanarse con mármol de Carrara; todas las flores de los balcones son hoy rosas blancas; el oso mira con estupor al madroño, convertido de manera interina en un magnolio refulgente. El nieto le da la mano a su abuelo y le pregunta si estas son las nevadas de las que tanto hablaba, de las de antes, pertenecientes a ese pasado mítico, narrado en los cuentos nocturnos. El anciano contesta con un sí dubitativo, atribulado por el suceso extemporáneo que amenaza con expandir los límites de la realidad y dejarle sin ideas para sus invenciones narrativas, pero inmediatamente empieza a pensar en nuevas historias que nutrirán la ilusión incombustible del muchacho. Un peatón despistado va escuchando música e intenta respirar con lentitud para evitar que no se le empañen las gafas por culpa de la mascarilla; no lo consigue y finalmente cae al suelo. El incidente y el entorno le hacen sentirse como uno de esos desdichados funcionarios retratados por Gógol en el siglo XIX. A pesar de que no hay gente consumiendo polvo de rapé y con grandes orejeras, el tiempo se ve desde otro prisma gracias a la nieve, y ese mundo ficticio parece alcanzable por un instante.

Aquí, un señor recién llegado de Siberia, disfruta de un agradable paseo en un trineo impulsado por perros galopantes. Allá, unos hacen esquí y la gente los graba con sus móviles. Acullá — por qué no —, una bruja hermosa charla tranquilamente con un pirata honrado, como en el poema de El lobito bueno que recitábamos durante la infancia. Y es que la verosimilitud pertenecía al Madrid de ayer y regresará de manera inevitable a la ciudad del mañana; el de hoy dice que, harto de una realidad engorrosa, ha decido calzarse unas katiuskas con el borreguillo humedecido por la imaginación y la fábula.