La nieve ejerce un extraño poder balsámico sobre la memoria. Es como si tuviera un no sé qué mágico que ocultase cuanto de perturbador tiene y limpiara con precisión el polvo que el tiempo acumuló en el alma.

Veo caer la nieve y recuerdo una lejana escuela de primaria en la que los reyes godos siempre andaban a la gresca y a decenas de voces infantiles recitando la tabla de multiplicar al compás que don Ernesto, mi primer maestro, marcaba. Cae la nieve y sueño con las aventuras del Capitán Trueno, con un pasillo interminable, con una casa y dos palmeras. Con tardes monótonas en las que la lluvia era eterna tras el cristal de la ventana. Con feroces guerreros de goma, con cometas de colores, con recreos ruidosos y con un álbum del Sporting que guardaba en una caja de cartón como el más preciado de los tesoros. Eran tiempos de inocencia y el universo se reducía a la casa familiar y, si acaso, al aprendizaje de las equivalencias del sistema métrico decimal con el bueno de don Ernesto.

Sigue nevando y me viene a la memoria una niña flacucha y con unas piernas muy largas. Tenía pecas y la recuerdo con afecto porque juntos, y con la complicidad de un destartalado cobertizo que se encontraba justamente al lado de la escuela, descubrimos un mundo de sensaciones entre miradas furtivas y respiraciones entrecortadas. ¿Qué habrá sido de ella? Jamás la he vuelto a ver. Cae la nieve y me envuelve la nostalgia.

Estoy en el bosque de Valorio. No deja de nevar y desde el puente Croix hasta donde la vista alcanza un manto blanco todo lo cubre. La Fuente de los Remedios, la casa del guarda, los campos de fútbol, el aparcamiento, los merenderos. Todo. Cae la nieve y la realidad visible pierde por momentos sus asperezas y cuanto tiene de hiriente o deforme.

En tanto llegue el deshielo, tan sólo la infancia y la ingenuidad perdidas.